Rayuela y su lector
  Rayuela: Tan joven y tan viejo
 
Rayuela: Tan joven y tan viejo

La Rayuela de Julio Cortázar, publicada ya hace más de cuarenta años durante la joven década de los 60, continúa siendo todavía un tratado de juventud, una vibrante apología al dolce essere giovane. En Rayuela, el lector se enciende entre el desamparo de la sbornia, el blues, el jazz y la música, melancólico alimento para los que vivimos de amor, entre la pasión y la inutilidad de las corrientes tertulias noveles que van desde la metafísica, el neuma y el logos, el cogito y el sum —como ocurre entre los febriles interlocutores del Círculo de la Serpiente— y que terminan con besos como ojos que se abren más allá de sus protagonistas. | Lorena Briedis



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La Rayuela de Julio Cortázar, publicada ya hace más de cuarenta años durante la joven década de los 60, continúa siendo todavía un tratado de juventud, una vibrante apología al dolce essere giovane. En Rayuela, el lector se enciende entre el desamparo de la sbornia, el blues, el jazz y la música, melancólico alimento para los que vivimos de amor, entre la pasión y la inutilidad de las corrientes tertulias noveles que van desde la metafísica, el neuma y el logos, el cogito y el sum —como ocurre entre los febriles interlocutores del Círculo de la Serpiente— y que terminan con besos como ojos que se abren más allá de sus protagonistas.
No en vano, muchos críticos la han consagrado como una novela veinteañera (yo diría, edulcorando la píldora, que es una novela para leer a los veinte). Apartando la crítica ponzoñosa que ese “veinteañerismo” suponga, Rayuela, sin discusión, hace vibrar a los jóvenes y nos hace sentir jóvenes. Y, curiosamente, edifica un puente real entre las cuerdas flojas que van del idealismo al fácil nihilismo adolescente.
Ser joven, a la manera de Rayuela, es ir del ser al verbo y no del verbo al ser. Ser joven es hacer las cosas como no hay que hacerlas, verter la lógica en ló (gi) ca, vivir absurdamente, tirarse en sí mismo con una violencia tal que el salto acabe en los brazos del otro. Ser joven es excentrar los centros, desandar los caminos del equívoco y, a cada paso, alejarnos más de la verdad y hacer de la verdad una invención (escritura, literatura, pintura, escultura…). Ser joven, sentir más y recordar menos, vivir en esa conciencia de estar en un mundo que es lo que debería ser, olvidar los paraísos perdidos, fabricar utopías, negarnos a proponernos un futuro. Ser joven es perderse entre viajes de desdichas y promesas, arrasar con rapidez los muros del propio cuerpo como huracanes violentos que absorben toda una estación hasta confundirla, llegar al amor como a un kibbutz y segundos después olvidar el amor, esa palabra, porque lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras, una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro.
Ser joven, a la Rayuela, es aceptar el juego. Es permitir que el extranjerismo y el desamparo nos embriaguen en las mareas de acá y de allá, beber de la contradicción, ser clochard y ser esnobista, creernos vagabundos e intelectuales, confundirnos, ser lo que queríamos y querer lo que somos, saber que todo lo pensado puede ser imaginado, balancearnos eufóricos en el vértigo cotidiano sin saber que colgamos del vacío. Ser joven and become all pervading, ironizar la vida y reirnos de ella porque la risa, ella sola, ha cavado más túneles que todas las lágrimas de la tierra.
Ser joven y ser crédulamente optimistas, golpearnos la cabeza con todo y creer que algún día esa pared va a caer; soñar lo imposible, ser idealistas, irresponsables, sensibleros, románticos; creer en un reino milenario en el que nos espera el hombre verdadero, ese proyecto humano que creemos posible. Ser joven, goliardos, hedonistas, epicúreos; amar el cuerpo, y amar el amor hecho; amalar el noema, agolpar el clémiso y caer en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Ser joven; disfrutar del placer, la belleza y testificar como testifica Cortázar a través de Ferlinghetti en el capítulo 121: Yet I have slept with beauty / in my own weird way / and I have made a hungry scene or two / with beauty in my bed (Incluso, he dormido con belleza / de mi propia manera extraña / y he hecho una escena hambrienta o dos / con belleza en mi cama).
Ser joven; partir, volver, andar sin buscarnos pero, como la Maga y Oliveira (sus protagonistas), sabiendo que andamos para encontrarnos porque un encuentro casual es lo menos casual de nuestras vidas. Ser joven; vivir en el malentendido, entre vagos silencios; desaprender el idioma e inventar un nuevo lenguaje, hasta que las manos empiecen a tallar y sea dulce acariciarse las manos mirándose y sonriendo. Ser joven; ser estúpidamente felices, emborracharnos con todo y por todo, vivir en la sbornia y en la extrañeza de una melancolía de días soleados:

Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin,
Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin,
I just want my reefers,
I just want to feel high again

Ser joven; libar la vida, esquilmarla y estar convencidos de que la realidad, como imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro, y saber que ese libro, por demás, es siempre una rayuela.
Todos podríamos escribir una Rayuela. Todos aquellos que se han sentido jóvenes alguna vez podrían escribir una Rayuela, no quizá con la misma genialidad de Cortázar pero sí con el mismo sentimiento y quizá, también, con el mismo desconsuelo de quien conoce la terquedad del tiempo en regresar. Rayuela, más que un libro, es esa vida que todos vivimos o quisimos vivir alguna vez. Y quizá exista ya bajo la forma de un diario errático que alguna vez secretamente llevamos como prueba de esa dulce divagación que es la juventud. Pero, ¿por qué insistir en hacernos de una Rayuela propia? O, más bien, ¿por qué insistir en leer y releer la nuestra y la de Cortázar? Quizá, porque el recordar y sentir lo que hemos amado nos rejuvenece: ¿Por qué a ciertas horas es tan necesario decir “Amé esto”? Amé ciertos compases, alguna imagen en la calle, una bicicleta rota que pudiste fotografiar. Dar testimonio, luchar contra la nada que nos barrerá. Así quedan todavía en el aire del alma esas pequeñas cosas que ocupan en el recuerdo el sitio menudo de los perfumes, las estampas y los pisapapeles.
Y el escribirla o el leerla es pactar como un Fausto con la Rayuela como con un Lucifer y procurarnos el secreto de una extraña y agridulce juventud. Porque Rayuela es, en definitiva, ese gran anticuario de objetos, frases, postales, canciones, rúbricas, notas, teléfonos, calles, olvidos y memoria que nos mantiene vivos y unidos en un tiempo vívido y presente, sobrevolando la distancia y las inevitables acrobacias de la vida.

“Así que, de momento,
nada de adiós, muchachos,
me duermo en los entierros
de mi generación,
cada noche me invento,
todavía me emborracho,
tan joven y tan viejo,
like a Rolling Stone…”
(Joaquín Sabina).
Tan jóvenes y tan viejos.
 
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