Rayuela y su lector
  CORTAZAR Y LA POLIGRAFIA: EFECTOS DE RUPTURA Y DESAUTOMATIZACION
 
CORTAZAR Y LA POLIGRAFIA:
EFECTOS DE RUPTURA Y DESAUTOMATIZACION
Cristián Cisternas Ampuero Magíster Literatura





I INTRODUCCION

El efecto de poligrafía, en tanto que cambio de registro, convivencia sinfónica de escrituras que se inhiben mutuamente como denotadoras sígnicas de mundo, en pos de la autorreferencia, invita a una doble perspectiva de análisis. Primero, cómo aquella aflora en contigüidad con otros códigos; segundo, cómo esa irrupción de otro lenguaje determina rupturas y cortes transgresores que repercuten en diferentes niveles de la obra de arte. Una investigación acerca de la poligrafía implicaría, pues, esencialmente dos tipos de tareas: 1) verificación de la aparición de estos "objetos dispares" como los llama Barthes [ 1 ] y 2) interpretación del sentido funcional y pragmático del fenómeno interdiscursivo.

El objeto de este trabajo es demostrar el funcionamiento de la poligrafía en Cortázar como una estrategia que productiviza las interferencias, tanto a nivel de los enunciados como en el de la enunciación, desautomatizando la percepción del receptor, situado en el logos lingüístico, y patentizando una condición "otra" de ser y estar en el mundo, a la que acceden, muchas veces, sus personajes. Mi estudio se centrará, pues, en el rastreo de figuras de enunciación, que actualicen el efecto poligráfico e interdiscursivo, y en su posterior encuadre en el proceso del personaje. Me esforzaré por penetrar en los mecanismos típicamente cortazarianos que deconstruyen hábitos de escritura y de lectura, de acuerdo a la original concepción del autor acerca de la narrativa y del cuento en particular. Para ello, he escogido una muestra representativa de relatos, pertenecientes a los siguientes volúmenes de cuentos: Bestiario, Final del juego y Queremos tanto a Glenda.



II "LAS MENADES": INCITACION A LA EUFORIA


La atracción que Cortázar sentía por la música - su admiración por Felisberto Hernández, escritor e intérprete - aparece plasmada en "Las Ménades" con un principio de sarcasmo bien explotado, de absurdo y hasta de grotesco. De manera positiva y genialmente intuitiva, Cortázar edifica su lectura de la música como un lenguaje otro, que desencadena energías deseantes, disolventes y horadantes, que transforman a un público pasivo y rutinario de sala de concierto en una horda de fieras desatadas. Revirtiendo y parodiando la figura de Orfeo apaciguador de bestias, se presenta, como un alter-ego, la imagen de un veterano director de orquesta que, merced a un bien planificado programa, logra enervar y excitar a los escuchas - sobre todo al sector femenino. Sumidas en una suerte de fervor dionisíaco, semejante al de las Bacantes (que destrozaban ritualmente el cuerpo del dios), ultrajan y "devoran" a los músicos de la orquesta, incluido el Maestro.

Dos rasgos me interesa resaltar en el análisis: a) la constitución expectante y distanciada del narrador - quien permanece al margen, la mayor parte del tiempo, del furor de las Ménades - y b) la imitación metafórica que el discurso lingüístico hace, en diversos lugares, de la metonimia del lenguaje musical. Resulta interesante ver cómo el narrador, reputado por como un conocedor en materias de música seria, se mantiene alerta y distante (salvo en un momento de debilidad) ante la euforia generalizada. Como en otros relatos de Cortázar, su actitud es la del voyeur, que conjetura un goce desde su posición privilegiada de mirón; así, sus desplazamientos en el espacio del teatro van orientados a captar de manera más completa el espectáculo desenfrenado que se ofrece ante sus ojos: [ 2 ]


"Me dolía un poco no estar del todo en el juego, mirar a esa gente desde fuera, a lo entomólogo, qué le iba a hacer (...) casi he llegado a aprovechar esta aptitud para no comprometerme en nada." (p. 54)


El concierto propiamente tal aparece signado por el aspecto de la rutina, que el Maestro se encarga de disipar a medida que ensaya con el público diversos programas. Resulta interesante el simbolismo de las piezas destacadas en el concierto: La Mer, de Debussy, con sus cenestesias musicales que imitan ritmos, oleajes, mareas, flujos y reflujos; Don Juan, de Richard Strauss, que desarrolla a través de orquestaciones reforzadas por los bronces el apetito insaciable, varonil, del galán; y la Quinta Sinfonía de Beethoven, con sus resonancias fatales, la marcha ominosa del scherzo y la apoteosis del héroe en el finale, son toda una provocación a una sensibilidad que se desborda frente a la sobreestimulación del mensaje musical: [ 3 ]

"Una vez más el viejo zorro había ordenado su programa de concierto con esa insolente arbitrariedad estética que encubría un profundo olfato psicológico." (p. 49)


Con el desarrollo del relato, la imagen del narrador observante se expande hacia percepciones cenestésicas que activan los sentidos de manera discreta:


"Me pareció curiosa esa sustitución progresiva de la luz por el ruido [al apagarse las lámparas y al afinar la orquesta], y cómo uno de mis sentidos entraba en juego justamente cuando el otro se daba descanso." (p. 54)


La posición expectante y desdeñosa del narrador encuentra su correspondencia en un ciego que, abstraído en la música, se abstiene de cualquier manifestación de agrado o desagrado, retrayéndose del sentimiento colectivo generado por la interpretación. Este espectador castrado (o, mejor, inmune a la imagen visual) atrae inmediatamente al narrador.

La interpretación de la Quinta Sinfonía de Beethoven provee al narrador de otras cenestesias que afloran como interdiscursividad al texto. Es aquí donde la música se hace espacio:


"(...) los primeros grandes acordes finales (...) como masas escultóricas surgiendo de una sola vez, altas columnas blancas y verdes, un Karnak de sonido..." (p. 58)


Este espacio abierto y sagrado (un templo) viene a constituirse en el lugar de acción de la camarilla de espectadores entusiasmados; al mismo tiempo, el cuerpo orquestal se revela como la instancia masculina que estimula al público en su reacción de excitamiento, hasta llegar a la cumbre:


"(...) ese jadeo de amor que venían sosteniendo el cuerpo masculino de la orquesta con la enorme hembra de la sala entregada (...)" (p. 59)


La reacción del público ante las acometidas viriles de la orquesta es de un devenir animal, que se materializa en el retorno de una materialidad pre-lingüística a través de los cuerpos:


"(...) los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia insoportablemente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo." (p. 59)


Este devenir animal se observa claramente en ciertos personajes, considerados por el narrador como ínfimos y detestables de manera especial:


"Gritando como una rata pisoteada la señora de Jonatán había podido desencajarse de su asiento (...) y vociferaba su entusiasmo." (Ibid.)


Presas del arrebato más extraño y absurdo, las Ménades se preparan para el sacrificio dionisíaco:


"... vi que la mujer de rojo abría los brazos como reclamando, y el cuerpo del maestro se perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían y se lo llevaban amontonadamente." (p. 60) (Subrayado mío).


El despedazamiento y "devoramiento" simbólico del cuerpo del Maestro culmina con su desaparición definitiva. Inmediatamente, en el clímax del entusiasmo despertado por el concierto, el narrador-expectante es remecido por el chillido del ciego, lo que termina por desconcertarlo y hacerlo partícipe de "ese homenaje inaudito" (p. 61). Mientras, el ultraje y persecución de los músicos se desarrolla hasta alcanzar niveles de "un estrépito tan monstruoso que ya empezaba a asemejarse al silencio" (p. 61). Es aquí donde música, ruido y silencio se aúnan como la expresividad propia de un modo de ser, de una naturaleza anterior a todo discurso racionalizante, una esencialidad que confunde


"(...) las caras, mientras los cuerpos se convertían en sombras epilépticas [dislocadas], en un amontonamiento de volúmenes informes tratando de rechazarse o confundirse unos con otros." (p. 62)


Descripción de una materia primordial que recuerda a Ovidio:


"Ante mare et terras et quod tegit omnia, caelum,

Unus erat toto naturae vultus in orbe,

Quem dixere Chaos."


Y que, al igual que el público exacerbado, exulta en su propia confusión:


"(...) quia corpore in uno

Frigida pugnabant calidis, umentia siccis,

Mollia cum duris, sine pondere, habentia pondus." (P. Ovidius Naso, Metamorphoses, I, 6-20) [ 4 ]

Frente a este retorno simple de lo reprimido - propiciado por los compases de la música, como en los cortejos dionisíacos - el narrador observante vuelve en sí, a su conciencia culpable que lo margina y lo aleja de esta posibilidad de identificación colectiva, ritual:


"No tenía el menor deseo de agregarme a la confusión, de modo que mi indiferencia me producía un extraño sentimiento de culpa, como si mi conducta fuera el escándalo final y absoluto de aquella noche." (p. 63)


El relato concluye con la inercia definitiva del narrador y la tarea conclusa de las Ménades, capitaneadas por la mujer de rojo:


"La mujer vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, y cuando estuve a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente por los labios que sonreían." (p. 64)



III OBJETOS EXTRAÑOS: "EL IDOLO DE LAS CICLADAS"


En este relato, Cortázar maneja la tesis de la influencia simpática de ciertos objetos cargados con fuertes connotaciones rituales. El vínculo de un sujeto "iluminado" con el ídolo femenino, cruento y estilizado, anónimo y albo (recordar las asociaciones funestas del color blanco, según Melville) [ 5 ] , fundamenta una trama bastante convencional y previsible, cuyo mayor efecto reside en la mostración pictórica del objeto extraño.

El idolillo sacado a la luz en la isla griega de Paros, incita la formación del eterno triángulo, tantas veces mentado por Cortázar, y que es la base de la crisis de esta historia. En esta ocasión, son Morand y Thérese, una pareja parisina, y el rioplatense Somoza, todos arqueólogos aficionados y furtivos. Un desnudo ocasional de Thérese despierta en Somoza el deseo, pero éste es inmediatamente transferido al ídolo femenino; el proyecto de Somoza, "llegar alguna vez hasta la estatuilla por otras vías que las manos y los ojos y la ciencia" (p. 68), le vale inmediatamente el ser considerado loco. La constitución del triángulo se basa en un discurso de lo no dicho: "Todo lo que hubieran debido decirse pesaba entre los dos, quizá entre los tres (...) tantas otras cosas ... que en el fondo eran siempre Thérese." (p. 70)

La relación entre Somoza y la estatuilla se basa en el tacto, en las repetidas palpaciones y frotaciones que el hombre practica sobre su cuerpo: [ 6 ]

"(...) la repetida caricia de las manos en el cuerpecito de la estatua inexpresivamente bella, los ensalmos monótonos repitiendo hasta el cansancio las mismas fórmulas de pasaje." (p. 70)


La estatuilla misma aparece descrita con gran precisión, enfatizándose volúmenes y texturas:


"(...) el rostro inexpresivo donde sólo la línea de la nariz quebraba su espejo ciego de insoportable tensión, los senos apenas definidos, el triángulo sexual y los brazos ceñidos al vientre (...)" (p. 73)


La aparición de este objeto extraño trae consigo la reactivación de una memoria primigenia en el sujeto, la remembranza de formas originales y rituales de identificación, que superan los dualismos y dicotomías sobre los que se sustenta el racionalismo occidental:


"(...) la seguridad de Somoza de que su obstinado acercamiento llegaría a identificarlo con la estructura inicial, en una superposición que sería más que eso porque ya no habría dualidad sino fusión, contacto primordial..." (p. 71)


La relación unitiva postulada por Somoza pasa por un conocimiento de las formas, que éste repasa a través de numerosas réplicas que sus manos van tallando y perfeccionando:


"A cada nueva réplica me acercaba un poco más. Las formas me iban conociendo." (Ibid)


A mayor abundamiento, el propio Somoza le explica, le traduce a Morand su experiencia de participación, que es táctil:


"Siempre sentí que mi piel estaba en contacto con lo otro. Pero había que desandar cinco mil años de caminos equivocados. Curioso que ellos mismos, los descendientes de los egeos, fueran culpables de ese error." (p. 73)

El vínculo ritual se opone, pues, a la especulación intelectiva que iniciaron los griegos con su filosofía ontológica, que surgiera como una pura investigación sobre el Ser, y que, posteriormente, convirtiera Sócrates en una reflexión ética. En este sentido, el ritual aparece relacionado con ceremonias propiciatorias que convierten al individuo en simple entidad funcional al interior de una comunidad regida por un dios incluyente, especie de Abraxas que acepta y reconcilia la naturaleza del hombre con la naturaleza objetiva. La ceremonia, tal como aparece descrita, tiene como centro al animal, al grito, al ritmo elemental:


"(...) ese blanco cuerpo lunar de insecto anterior a toda historia, trabajado en circunstancias inconcebibles... en una lejanía vertiginosa de grito animal, de salto, de ritos vegetales alternando con mareas y sicigias y épocas de celo... al borde de las rocas donde mugía la múltiple, el jefe de los verdes cercenaba en cuerno izquierdo del macho más hermoso y lo tendía al jefe de los que cuidan la sal, para renovar el pacto con Haghesa." (pp. 73-4)


Un índice importante de la ceremonia es la música, el sonido de una flauta que reúne "el sonido de la vida a la izquierda, el de la discordia a la derecha." (p. 74). El silbido, como metonimia, corresponde al "silbido de la vida nueva que bebe la sangre derramada." (p. 74)

Todo el argumento cortazariano gira en torno a la idea de un retorno al arquetipo que reúne a víctima y victimario en la propiciación de una nueva identidad, la del dios, que cobra vida y asume un rostro:


"Y los flautistas se llenarán la boca de sangre y la soplarán por la caña de la izquierda, y yo untaré de sangre su cara, ves, así, y le asomarán los ojos y la boca bajo la sangre." (p. 74)


La historia concluye con la metamorfosis de Morand, quien asesina a Somoza antes de que éste pueda tocarlo, sustituyéndolo en el rol de victimario y disponiéndose a sacrificar a Thérese, su propia mujer. La identificación, la empatía corporal es total;


"Ya estaba desnudo cuando oyó el ruido del taxi y la voz de Thérese dominando el sonido de las flautas; apagó la luz y con el hacha en la mano esperó detrás de la puerta, lamiendo el filo del hacha y pensando que Thérese era la puntualidad en persona." (p. 76)


El arquetipo del rito ha roto, por fin, con la fantasía del triángulo; los sujetos han depuesto sus deseos individuales y se inclinan a la repetición milenaria de la escena de terror y liberación que el ídolo condensa en sus formas, como un pequeño aleph.



IV LOS OTROS INVADEN NUESTRO ESPACIO: "TEXTO EN UNA LIBRETA"


En Cortázar, el espacio no aparece como mero soporte indicial de la enunciación, ni siquiera como elemento creador de atmósfera, sino como factor pragmático que se integra a niveles de sentido más profundos que el de la pura descripción. Desde "Casa tomada" y "La puerta condenada", Cortázar ha descubierto la vinculación del Yo y de sus mecanismos de defensa con el ambiente, y el carácter de proyección que los espacios adquieren en relación con fantasías de vínculos y discursos de pertenencia e integración, con la mayor o menor autoconciencia de nuestra culpa, de nuestro cuerpo, de los reflejos y refracciones que constituyen nuestros hábitos de interacción. En "Texto en una libreta", Cortázar desarrolla, con un olfato de antropólogo, una trama que compromete al sujeto imbuído en la rutina con un abismo de conjuraciones que amenazan su estabilidad, su cordura y, aún, su vida. [ 7 ] Como otras veces, tenemos un narrador en primera persona que oscila entre la contemplación distanciada de un fenómeno y una ansia secreta de participación e inclusión. Su microlectura e interpretación de índices y de señales que remiten a "grafías" diversas lo hace poseedor de un saber intransitivo, que no puede revelar a nadie, salvo al lector implícito. Esta situación lo lleva, como a otros personajes de Cortázar, a una crisis de lucidez que redunda en su aislamiento final, desaparición o metamorfosis.

El mapa del metro que encabeza al relato es una invitación a participar en el referente cotidiano de la historia. Es una apelación a nuestro conocimiento previo del mundo, y una incitación al viaje, que ahora ha de ser transgresor y no rutinario. La trayectoria, el desplazamiento de los personajes, rompiendo con la nivelada linealidad del trayecto, se manifiesta en su circularidad ominosa como un orden o código alternativo que desafía la legalidad impuesta.

A partir de un control de pasajeros efectuado en un tramo del "subte" de Buenos Aires, se descubre la desaparición de un número pequeño, pero significativo, de pasajeros entre viaje y viaje. El "buen sentido" se pronuncia por errores humanos en el conteo estadístico; el narrador, intrigado, y siguiendo pálpitos personales, se decide a investigar, luego de sacar factor común en torno a observaciones previas. Con el tiempo descubre que todo es fruto de una confabulación, del accionar de una sociedad secreta cuyo objetivo es "tomarse" el "subte" y desalojar a los habitantes de Buenos Aires de este medio.

La investigación del narrador se plantea como la búsqueda de un verosímil inteligible que explique el ethos marginal y provocativo de los invasores. El espacio mismo de su accionar - un lugar común, socializado - adquiere, con su contacto, una vivificación que antes no poseía; la intromisión del narrador en este territorio interdicto adquiere las características de un descensus ad inferos, una bajada a este prospecto de infierno buscado y no temido:


"Un período confuso... un descenso progresivo y cauteloso al subte entendido como otra cosa, como una lenta respiración diferente, un pulso que de alguna manera casi impensable no latía para la ciudad, no era ya solamente uno de los transportes de la ciudad." (p. 41)


Este extrañamiento de un objeto familiar (que, como Freud ha dilucidado al explicar la etimología del adjetivo unheimlich, está en la base del efecto de lo siniestro) constituye el primer paso en el descorrimiento de un velo atroz (y banal). Nuevamente, la analogía entre los personajes que viajan en el "subte", en apretada comitiva, y los animales:


"Una manada de cinco mil búfalos corriendo por un desfiladero [[questiondown]]contiene las mismas unidades al entrar que al salir?" (p. 42)


El devenir animal de estos pasajeros, su progresiva deshumanización, vienen signados por dos índices: su ser noctámbulo y su palidez ("... ahí todo transcurre en la noche... Son tan pálidos [Ellos], proceden con tan manifiesta eficiencia; son tan pálidos y están tan tristes, casi todos están tan tristes." (p. 43). Este estigma corporal es la primera señal que guía al narrador en su desmadejamiento del hilo de Ariadna del relato. Luego atisba, en súbita iluminación, la esencialidad del comportamiento anómalo de estos personajes:


"Ellos, ahora estaba demasiado claro, no se localizan en parte alguna; viven en el subte, en los trenes del subte, moviéndose constantemente. Su existencia y su circulación de leucocitos - [[exclamdown]]Son tan pálidos! - favorece el anonimato que hasta hoy los protege." (p. 44)


Ellos, los sin nombre; diferentes, rompedores de esquemas, han descendido voluntariamente, viven inmersos; han hecho de los infernales lugares calientes su morada; son los tránsfugas solitarios, desvinculados, pálidos como sombras, que en su desesperada decisión han constituído, sin saberlo, una figura estética, origen del miedo y de la aversión:


"Ellos continúan su existencia ya descrita, sin salir de los trenes o del andén de las estaciones, una necesidad estética me da en el fondo la certidumbre, acaso la razón." (p. 45)


Dentro de su proyecto de auto-exilio y borramiento de la faz de la tierra (que recuerda el sorprendente gesto de Wakefield, el personaje de Hawthorne) [ 8 ] está el hurtarse a la mirada de los otros:


"(...) un esquema inflexible destinado a impedir posibles adherencias visuales en los guardatrenes o en los pasajeros que coinciden..." (p. 45)


La mirada que otorga identidad por acción catalizante, es aquí rigurosamente evitada, pues parte del proyecto transgresor es romper con la necesidad cotidiana de vínculo y confirmación:


"El programa consiste en una alteración tal de trenes y de coches que un encuentro es prácticamente imposible y sus vidas vuelven a distanciarse hasta el fin de semana." (p. 46-7)


Todas estas cosas las ha averiguado el narrador a través de la empatía, una vinculación tan profunda con el otro (en este caso, con los Otros) que ha llegado hasta la identificación:


"Todo esto he llegado a entenderlo después de tensas proyecciones mentales, de sentirme ellos y de sufrir o alegrarme como ellos." (p. 47)


Ahora bien, su conocimiento tiene la forma de un des-cifrar, un acceder a la clave de este lenguaje incógnito, secreto, que es el proyecto de toma y desalojo de "Ellos". Como toda revelación, este saber lo agobia y lo aterroriza: "Ya sé que aún me falta saber muchas cosas, incluso las capitales, pero el miedo es más fuerte que yo" (p. 52). Origen de este miedo es la progresiva animalización de los usuarios del metro, cada vez más oprimidos y acorralados:


"Hay ese olor a encerrado, se oyen los frenos de un tren y después la bocanada de gente que trepa la escalera con el aire bovino de los que han viajado de pie, hacinados en coches siempre llenos..." (p. 53)


Pero más terrorífica aún es la inexorabilidad de la ocupación del metro, de vagones y trenes, por parte de Ellos:


"(...) la mayoría de los trenes está ya tan llena de ellos, que los pasajeros ordinarios encuentran más y más difícil viajar a cualquier hora; y no puede sorprenderme que los diarios pidan más líneas, nuevos trenes, medidas de emergencia." (Ibid.)


Este complot universal, esta trama secreta que pretende socavar, desde abajo, los cimientos de la ciudad; esta misantropía colectiva encuentra su máxima expresión en el desafío de hacer habitable un lugar de simple pasaje, lo que presupone el previo desalojo de los pasantes, y su reemplazo por los errantes leucocitos - pálidos espectros; nuevamente, el ominoso color blanco -, que lo usurpan; la inteligibilidad de esta confabulación, lograda por el narrador, empieza a peligrar cuando es descubierto por Ellos:


"...Iba a comprar un Milkibar cuando vi que la vendedora me estaba mirando fijamente. Hermosa pero tan pálida, tan pálida...Corrí desesperado, ahora sé que no podría volver a bajar; me conocen, al final han acabado por conocerme." (p. 53)


Este conocimiento presupone el fin de la empatía y el comienzo de una etapa decisiva de desvelamiento. Pues esta conjura tiene sus puntos débiles, sus fisuras; así lo entiende el narrador, luego de presenciar el suicidio de una muchacha que había ingresado a la organización. Previamente, había escuchado una conversación telefónica de esta muchacha:


"Oí pocas cosas, llorar, un ruido de bolso abriéndose, sonarse y después: "Pero el canario, [[questiondown]]vos lo cuidás, verdad? [[questiondown]]Vos le das el alpiste todas las mañanas, y el pedacito de vainilla?" Me asombró esa banalidad, porque la voz no era una voz que estuviera transmitiendo un mensaje basado en cualquier código, las lágrimas mojaban esa voz, la ahogaban... ella se tiró después de persignarse, dicen; la reconocí por los zapatos rojos y el bolso claro." (p. 51)


La fisura en el proyecto desaforado y maldito de los personajes reside en su fracaso por abolir el valor de estas banalidades que enraizan al sujeto con una rutina que le es propia, sentimental, pero muy querida. Lo atroz y lo banal, como diría Borges, se reúnen para conformar la figura del oxímoron; canario y suicidio, muerte y transferencia de ternura son el problema insoluble para el Primero de Ellos:


"...dos de ellas...llegaron a abandonar sus asientos y viajar de pie cerca de los niños, rozándose casi contra ellos; no me hubiera asombrado demasiado que les acariciaran el pelo, o les dieran un caramelo, cosas que no se hacen en el subte de Buenos Aires y probablemente en ningún subte."


El conflicto se resuelve con el descenso último del narrador en este territorio que ahora le es hostil, y en la escritura de su descubrimiento, que es testimonio y a la vez denuncia de una maquinación metafísica y concreta; toma y usurpación de espacio; corte y coagulación de los movimientos comunes y cotidianos de una ciudad ignorante de su propio y próximo colapso.



V ORIENTACION DE LOS GATOS: EL TRIANGULO ESTETICO


He dejado para el final el análisis de este relato, por cuanto resume, a mi parecer, todas las propuestas interdiscursivas cortazarianas que, de algún modo, han surgido en los cuentos anteriores, dando, al mismo tiempo, la vuelta de tuerca definitiva que convierte a la historia en instancia reflexiva, especular e iluminadora de su propia poética.

Está, pues, la inquietud de objetos heteróclitos que irrumpen en el mundo representado y lo congestionan: ídolos, cuerpos extraños, sociedades secretas, sonidos y músicas exasperantes. Está, igualmente, la constitución del Yo como sujeto observante, distanciado pero ansioso de participar, el mirón que teme y desea las consecuencias de su voyeurismo. Están nuevamente, las cenestesias que enriquecen, complementan o desconciertan al código lingüístico (sonidos, olores, palpaciones); todo ello aunado como propuesta de aiesthesis poética.

Una vez más el triángulo, ahora en su forma clásica; el sujeto que desea la posesión decisiva, total, verificatoria del otro (aquí es, como otras veces, como en Rayuela, la mujer). Pero para que esto sea posible, se necesita un tercero, una refracción intermedia, un espejo que me refleje a mí y a mi objeto de deseo en el momento de la aproximación. Lo más interesante de este relato es que el mediador, ahora, es un cuadro, una música, una perspectiva.

Desde la caracterización nominal, se percibe el simbolismo de los actantes. Así, tenemos a Alana, la mujer, la bárbara, la extraña (los alanos, pueblos invasores de la península ibérica, en el s. V) y Osiris, el gato mascota (Osiris, el dios egipcio de la mirada escrutadora, el señor de los muertos), algo más refinado que el gato calculista de Rayuela. La motivación del relato está en la presentación de la mirada y del acto de mirar (mejor aún, de contemplar) como la instauración de un dominio y de una coordenada axial, verificatoria de la esencialidad del sujeto observante/observado.

Más que en otros cuentos de Cortázar, aquí la trama importa menos que la puesta en escena de una situación que, en este caso, es arquetípica. Tenemos al narrador imbuído en un ímpetu participativo y posesionante, que recuerda los casos de vampirismo intelectual desplegados por Poe en narraciones como Lady Ligeia (nombre, asimismo evocador de pueblos bárbaros, los ligios o ligures); este afán de posesión se justifica como la necesidad de salvar una distancia, un valor proxémico y cinésico constante en Cortázar: [ 9 ]

"...pero Alana es mi mujer y la distancia entre nosotros es otra, algo que ella no parece sentir pero que se interpone en mi felicidad cuando Alana me mira, cuando me mira de frente igual que Osiris..." (p. 11)


Mirada y distancia, espacios que recorrer; la entrega del otro, mujer o animal, aparece como enigmática (el misterio de los ojos de Ligeia); Osiris mismo es una esfinge, como Alana, a su manera, en su llaneza, también lo es:

"...mujer y gato conociéndose desde planos que se me escapan, que mis caricias no alcanzan a rebasar...hace tiempo que he renunciado a todo dominio sobre Osiris, somos buenos amigos desde una distancia infranqueable..." (Ibid.)


Más aún, la mirada de mujer y gato es, esencialmente, desmanteladora; no hay duplicidad en ella, no hay forma significante, ni contenido significado, sólo una llaneza inmediata:


"Cuando Alana y Osiris me miran no puedo quejarme de la menor duplicidad, del menor disimulo." (p. 11)


Esta llaneza en la ofrenda de los otros ante nuestra mirada incita el presentimiento de una profundidad, de un más allá vertiginoso, de una perspectiva que nos tienta con sus puntos de fuga: "Detrás de esos ojos azules hay más, en el fondo de las palabras y los gemidos y los silencios alienta otro reino, respira otra Alana." (Ibid.). Esta posesión insatisfactoria es metaforizada poligráficamente: "Amo una maravillosa estatua mutilada, un texto no terminado, un fragmento de cielo inscrito en la ventana de la vida." (p. 12). Observar el retorno de las estatuas (ídolos) y ventanas (Horacio enfrentando una ventana hacia el final de Rayuela) - los subrayados son míos -, en tanto que límites y objetos conjeturales, opacos, cargados de sentido.

Detengámonos un poco en la hipótesis de que esta Alana cortazariana es una reelaboración de Lady Ligeia. Para esta suposición hay una fuerte base positivista; es fama que el contacto de Cortázar con Poe, como traductor y editor, fue decisivo para su escritura. Veamos ahora como el paradigma se reitera. Primero, la mujer es el objeto único y centrípeto del deseo masculino, es una suma; luego, aunque ella se brinda en su amor, persiste una parcela, una sección de su persona que escapa al afán posesivo del varón:


"What was it - that something more profound than the well of Democritus - which lay far within the pupils of my beloved... I was possesed with a passion to discover. Those eyes!". [ 10 ]

Figuras de espacio y profundidad (pozo); lejanía representada como desconocimiento; ansia de posesión y des-cubrimiento del otro (metonímicamente aludido a través de los ojos "Me miran de frente, Alana su luz azul y Osiris su rayo verde."). Por el contrario, superficie y apariencia se identifican y despiertan la desconfianza:


"La quiero demasiado para trizar esa superficie de felicidad por la que ya se han deslizado tantos días, tantos años. A mi manera me obstino en comprender, en descubrir." (pp. 11-2)


To discover, descubrir; una misma tarea para ambos personajes. Interesante observar que para Poe la amada es objeto de descubrimiento metafísico, siendo ella misma una mujer excepcional, encarnación romántica; en Cortázar, en cambio, la mujer aparece despojada de cualquier idealización, aún cuando mantiene su valor

refractario de imagen:


"Imagen de alegre jeans y blusa roja que despúes de aplastar el cigarrillo a la entrada iba de cuadro en cuadro..." (p. 12)


El conocimiento del otro sólo es posible a través de un catalizador, un tercero que complete la arista triangular del mediador. En el relato de Poe, este mediador es Lady Rowena; en Cortázar, es la música y, luego, la imagen pictórica. Para que esta mediación se concrete, debe existir una propiedad en la mujer que la propicie: ésta es su devenir camaleónico.


"Mirándola escuchar nuestros discos de Bártok, de Duke Ellington...una transparencia paulatina me ahondaba en ella, la música la desnudaba de una manera diferente, la volvía cada vez más Alana, porque Alana no podía ser solamente esa mujer que siempre me había mirado de lleno sin ocultarme nada." (p. 12)


Aquí aparece, derechamente, la mujer como objeto de contemplación estética, cuya direccionalidad ahondante busca el desvelamiento de dimensiones ocultas, esenciales; la música, elemento de reacción específica, no es tan efectiva como lo será después la pintura:


"...llegó el día en que frente a un grabado de Rembrandt la ví cambiar todavía más... Sentí que la pintura la llevaba más allá de sí misma para ese único espectador que podía medir la instantánea metamorfosis..." (Ibid.)

De nuevo, el narrador espectador/expectante de la iluminación, de la alteración metamórfica; una contemplación que calcula y mide ángulos y distancias propicias, que ajusta, como un diafragma, la precisión del triángulo.


"Intercesores involuntarios, Keith Jarrett, Beethoven y Aníbal Troilo, me habían ayudado a acercarme..."


La metamorfosis de Alana se caracteriza como una entrada "en un mundo imaginario" (Ibid.), una salida "de sí misma" en un espacio que "un teatro de espejos y de cámaras oscuras, de imágenes tensas en la tela frente a esa otra imagen de alegres jeans y blusa roja..." Queda configurada aquí la situación recíproca y abismante de Alana contemplando los cuadros frente al narrador que la contempla como si ella misma fuera otro cuadro. Nuevamente, es el deseo de tantos personajes cortazarianos de cruzar un límite, ingresar a otro nivel, al tiempo de Alana cambiante en su devenir:


"...desde nuestra llegada Alana se había dado a las pinturas con una atroz inocencia de camaleón, pasando de un estado a otro sin saber que un espectador agazapado acechaba su actitud...el cromatismo interior que la recorría hasta mostrarla otra." (p. 13)


El objeto intercesor adquiere, como en el caso de la orquesta de "Las Ménades" una característica masculina, a la que Alana se entrega, se da. Pero este darse sólo tiene valor para uno solo:


"...mis ojos multiplicaban un triángulo fulminante que se tendía de ella al cuadro y del cuadro a mí mismo para volver a ella y aprehender el cambio..." (Ibid)


Entonces la contemplación de Alana contemplando se complementa con la autoimagen del propio narrador que se observa en el acto de contemplar, -circuito abismal y vertiginoso.-

Toda esta secuencia triangular tiene su correlato en "Ligeia" de Edgar Allan Poe. Aquí, el narrador contempla la metamorfosis del cuerpo amortajado de Lady Rowena Tremanion en la figura inconfundible de Ligeia, quien "retorna", como otras heroínas de Poe, desde los dominios de la Sombra. En Cortázar, característicamente, la transfiguración no es radical, excluyente (vida o muerte); aparece más bien como un fluir de cambios, como la gradación de los colores del espectro. Pero, atención, la gran diferencia con Ligeia es que, en "Orientación de los gatos", la mujer no retorna, queda atrapada en uno de estos objetos extraños, familiares y sorpresivos, que son los cuadros.

El proceso de conocimiento refractario se desarrollaba satisfactoriamente para el narrador, avanzaba casi hacia una autógnosis, cuando lo siniestro aflora y trastoca el orden tan laboriosamente construido, desarmando el triángulo y hurtando uno de sus elementos. Fiel a su ser camaleónico, Alana se constrasta con diversas pinturas: "Pájaros, monstruos marinos, ventanas dándose al silencio o dejando entrar un simulacro de muerte, cada nueva pintura arrasaba a Alana...afirmando...su casi terrible impulso de ave fénix." (p. 14) El observante se siente seguro de llegar a la culminación de su proyecto de posesión, no sólo impuesto sobre una Alana, sino sobre muchas posibles; es ahora cuando irrumpe el objeto extraño:


"La vi detenerse ante un cuadro que otros visitantes me habían ocultado, quedarse largamente inmóvil mirando la pintura de una ventana y un gato." (Ibid.)


Increíblemente, ese gato es idéntico a Osiris, esta vez mirando hacia un sector indeterminado que escapa al punto de vista del observador; de manera fatal para el voyeur, la ventana se encuentra demasiado abierta y se convierte en el punto de fuga de Alana:


"De alguna manera sentí que el triángulo se había roto, cuando Alana volvió hacia mí la cabeza, el triángulo ya no existía, ella había ido al cuadro pero no estaba de vuelta, seguía del lado del gato, mirando más allá de la ventana donde nadie podía ver lo que ellos veían." (p. 15)


Por fin, es el mediador el que le quita la mujer al observador. Al cabo de tanto trabajo, sólo restan la exclusión definitiva, el fracaso del vínculo y una envidia de ese entendimiento perfecto entre la mujer y el gato. El sujeto se queda sin su refracción, la pintura se impone sobre la lógica del suceder verosímil y, lo que es peor, todo ello para siempre, y vuelta a la ignorancia.



VI CONCLUSIONES


He tratado de demostrar cómo los objetos poligráficos forman parte importante del mundo imaginario de Cortázar. No pierden, en ningún momento, su ser cotidiano, incluso rutinario; sin embargo, cuando menos se lo espera, se activan, y comienzan a irradiar influjos casi hipnóticos, que persuaden muchedumbres, como lo hacía el Zahir, según Borges. Cuadros, estatuas, mapas, sinfonías, distancias, espacios, aparecen mediatizados por el lenguaje, por denotaciones y connotaciones, por metáforas y metonimias (el cuerpo incitado a través de vibraciones, texturas, lisuras, gradaciones, olores) [ 11 ] ; sin embargo, su presencia es siempre resignificada en un nivel superior. Así, la figura poligráfica -por ejemplo, el triángulo- aparece sobredeterminada en su afloramiento a la enunciación como una constante que organiza la legalidad del mundo. La distancia, la perspectiva, la visión centrípeta, denuncian una modalidad de ser y estar en el mundo que rápidamente entra en crisis. Desde "Orientación de los gatos" y antes, en la escena de los tablones de Rayuela, la distancia percibida como índice significativo es la verdadera barrera metafísica que impide el tránsito libre de los personajes cortazarianos desde un orden apariencial a otro más auténtico.

Los objetos extraños, los lenguajes rituales, activan la memoria de estos personajes insertos y cautivos en su rutina, hurtándolos, empujándolos, alterándolos en su esencia; la verdad es que aparecen como verdaderos puntos de condensación, que explotan, en el decir de Cortázar, como una liberación de tensión, como calderas sobreexigidas. Los movimientos mínimos, el fluir de una melodía, la entensión de una mirada son cristalizados, petrificados en el momento de quiebre en el que el sentido, como la cabeza de Gorgona, los inmoviliza y despliega más allá de sus propias potencias y valores. De ahí, no es extraño que enfrentemos a la poligrafía como un tratamiento muy sui generis de temas que retornan, cada cierto tiempo, en la literatura: la síntesis de espacio y tiempo en un objeto (Aleph, Idolo cicládico); la transgresión de un mito, junto con su continuidad (Orfeo desacreditado y Dionysios triunfante en "Las Ménades"); la articulación de empresas desesperadas que son verdaderos lenguajes inteligibles, como la universal conspiración en el subte de Buenos Aires; el devenir animal de hombres y mujeres que los transforma en esfinges, enigmas insolubles, incitaciones al abismo y al vértigo, como lo temía Woyzeck.

La escritura de Cortázar, sobre todo cuanto activa la máquina poligráfica, despliega la ficcionalidad en "tercera dimensión". De ahí su obsesión con las figuras de profundidad que, al igual que en Edgar Poe, imitan procesos psíquicos de compleja asociación sináptica instantánea - como en el caso de "La isla a mediodía", un relato estrechamente ligado a "El ídolo de las cícladas".

En él, en un recurso de enfoque cinematográfico, las instancias espaciales se funden, las perspectivas pierden su valor, todo es vuelto de revés, sintiendo el lector la desagradable sensación de cambiar de dimensión, como si el espacio evoacado se crispara y volviera como un guante.

Con todo, no me parece que la consecuencia entre la teoría del cuento cortazariana y su práctica sea absoluta. Más bien, su idea de la súbita contracción de las secuencias a sus elementos esenciales se ve enriquecida por la teoría del férreo "encadenamiento causal" con la que lo instruyera el genio de Poe. Este encadenamiento que, inexorablemente, genera la tensión y el alivio luego de la explosión, aparece enriquecido por su devenir indicial, marginal; son estas pequeñas señales poligráficas -un olor, un tono de voz, la cenestesia de una frotación- las que convierten al relato en una expansión de nuestro propio deseo de infinita apertura a los estímulos del espacio ficcional, que nos incita a habitar, como un demiurgo

amable, el propio Cortázar.
 
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