Rayuela y su lector
  Andrés Amorós Introducción a Rayuela (2ª parte)
 
Andrés Amorós

Introducción a Rayuela


Introducción de la edición de Rayuela de Editorial Cátedra dirigida por Andrés Amorós.

Índice:

DATOS PREVIOS
UN LIBRO QUE ES MUCHOS LIBROS
EL PARAÍSO PERDIDO
LA LITERATURA
LA NOVELA
TÉCNICAS
FIGURAS
EL PERSEGUIDOR
ESTA EDICIÓN
POSDATA



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LA LITERATURA


Las palabras, "perras negras"

No hace falta una gran deformación profesional para advertir que Rayuela incluye una teoría de la literatura. (Y una práctica, por supuesto.) La parte teórica está integrada como un factor más de la creación artística, que la lleva a la práctica.

Ante todo, una reflexión sobre el lenguaje, la herramienta del escritor. No se trata de una queja romántica contra el lenguaje ("el rebelde, mezquino idioma"), sino de la desconfianza permanente ante un instrumento imperfecto, engañoso, desgastado por el uso común. Lo terrible, claro está, es que no tenemos otra cosa; y lo paradójico, que toda esta denuncia y destrucción del lenguaje sólo puede realizarse utilizando lo mismo que se denigra: círculo vicioso bien evidente, suplicio de Tántalo para el que no existe escapatoria.

Lo ha explicado Cortázar con toda claridad, en declaraciones al margen de la novela. En la época de Los premios, ya, vino "esa toma de conciencia de las limitaciones lingüísticas de un escritor; el hecho de que el lenguaje es una herencia recibida, una herencia pasiva en la que él no ha tenido ninguna intervención. El lenguaje, la gramática, el diccionario, él los recibe como recibe la educación que le dan su madre y su maestro".

¿Qué puede hacer el escritor que no se resigna a seguir transmitiendo una visión rutinaria, convencional de la realidad? Luchar con el lenguaje: "Yo ya no podía aceptar el diccionario, ni aceptar la gramática. Empecé a descubrir que la palabra corresponde por definición al pasado, es una cosa ya hecha que nosotros tenemos que utilizar para contar cosas y vivir que todavía no están hechas, que se están haciendo, el lenguaje no siempre es adecuado. Desde luego, eso es un poco la definición del escritor, en todo caso, del buen escritor. El buen escritor es ese hombre que modifica parcialmente un lenguaje. Es el caso de Joyce modificando una cierta manera de escribir el idioma inglés. Y los poetas, en general los poetas más que los prosistas, introducen toda clase de trasgresiones que hacen palidecer a los gramáticos y que luego son aceptadas y que entran en los diccionarios y entran en las gramáticas." La serpiente que se muerde la cola, otra vez.

En Rayuela, la desconfianza ante el lenguaje es uno de los temas más habituales. En una discusión, para descalificar a su oponente, Oliveira acusa: "Estás usando palabras" (28). (Es decir: sólo palabras, no realidades.) Buscando a la Maga por las calles de Montevideo, se indigna contra "la meditación siempre amenazada por los idola fori, las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones simplificantes..." (48).

Las palabras son etiquetas imperfectas, que no reflejan adecuadamente la realidad: "-Eso se llama locura -dijo Traveler. -Todo se llama de alguna manera, vos elegís y dale que va" (56). Lo peor es que nos engañan, haciéndonos confiar en ellas, como botellas sucias que ocultan -más que revelan- el verdadero líquido.

Por eso, los bohemios del Club juegan con las palabras, llaman "cementerio" al Diccionario e intentan desenterrarlas. Sueñan con "la Hállulla, el hámago, el halieto, el haloque, el hamez, el harambel, el harbullista, el harca y la harija". Evidentemente, los personajes sienten -y el lector debe procurar sentir lo mismo- cuánto hay en esas palabras de fascinante recorrido por países desconocidos, por playas vírgenes nunca entrevistas. El cementerio se ha transmutado, ya, en gran repertorio universal, caverna platónica o bazar oriental donde puede hallarse todo.

Jugando con las palabras, por supuesto, se hacen malabarismos con las ideas, se suscitan asociaciones insólitas, se corroe la seriedad ceremoniosa. Por ejemplo, agrupando -como procesión de disciplinantes, diría Cervantes- palabras que comienzan por lana, aglutinando el artículo femenino: "Una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanaúsea, pero nunca el ovillo" (52). Si seguimos tirando, como un gato travieso, ¿a dónde nos llevará esta hebra de lana? ¿Es, sólo, un juego sin trascendencia? Como gustaba de repetir Eugenio d'Ors, nunca se sabe la profundidad que puede haber en un minué.

Todo un capítulo se dedica a la lucha de Morelli contra el empobrecimiento del lenguaje, para devolverle "todo su brillo, para que pueda ser usado como yo uso los fósforos" (99): creando luz.

Oliveira es el ejemplo claro del intelectual preso en la cultura libresca: aunque se esfuerce en luchar contra ella, no consigue liberarse. Por eso llama a las palabras, con cariño y rencor, "perras negras". El secreto de la Maga, en cambio, se puede explicar porque, sin esfuerzo, tocaba la realidad: "no era capaz de creer en los nombres, tenía que apoyar el dedo sobre algo y sólo entonces lo admitía". Los amigos comentan con ironía -y seriedad-: "No se va muy lejos así. Es como ponerse de espaldas al Occidente, a las Escuelas. Es malo para vivir en una ciudad, para tener que ganarse la vida." Por si quedara alguna duda, otro interlocutor proclama la admiración que se espera sienta también el lector: "Sí, sí, pero en cambio era capaz de felicidades infinitas" (142).

Un momento de plenitud puede definirse como aquél en el que las palabras no esconden, sino que protegen y revelan eI auténtico sabor de las cosas: "quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose..." (73).

"Toda Rayuela fue hecha a través del lenguaje", ha afirmado Cortázar años después: "hay un ataque directo al lenguaje en la medida en que, como se dice explícitamente en muchas partes del libro, nos engaña prácticamente a cada palabra que decimos. Los personajes del libro se obstinan en creer que el lenguaje es un obstáculo entre el hombre y su ser más profundo. La razón es sabida: empleamos un lenguaje completamente marginal en relación a cierto tipo de realidades más hondas, a las que quizá podríamos acceder si no nos dejáramos engañar por la facilidad con que el lenguaje todo lo explica o pretende explicarlo.

Jugando con el lenguaje, Cortázar es heredero de una tradición literaria, predominantemente anglosajona: Lewis Carroll, James Joyce, versos infantiles... (Lo mismo hacen, por ejemplo, Gillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy.) Como tiene talento, los juegos del malabarista nos divierten. (Eso, ya, no es poco.) A la vez, con el bastoncillo de Chaplin y las grandes tijeras del mudito Marx está dando golpes en la costra de hielo, esperando que brote y corra libremente el chorro de agua fresca.


Las fórmulas: "como lo, como lo..."

Si el lenguaje ha llegado a nuestras manos ya envejecido, ¿qué decir de la literatura? Por boca de Oliveira y Morelli, en su novela, Cortázar denuncia una y otra vez las convenciones de la literatura habitual: la falsedad, el anquilosamiento, las fórmulas, los tópicos, el peso de la retórica...

El narrador se divierte riéndose de la "buena literatura", entendida en el sentido convencional de la palabra. Veamos un ejemplo muy claro, el capítulo 75: comienza evocando una vida ordenada, tranquila. El mismo ritmo de las frases, muy pausado, reproduce ese clima interior. De repente, en medio de una muy culta enumeración, el fluir de las palabras se atasca. Parece como si el disco se hubiera rayado. Repite insistentemente: "Como lo, como lo, como lo." A Oliveira le ha dado un ataque de risa: la pasta de dientes le sirve para pintar en el espejo su propia caricatura de payaso trágico, que rompe toda la armonía cotidiana de la escena. Utiliza Cortázar el paso de la letra cursiva a la ordinaria para marcar las dos partes del texto:


"Había sido tan hermoso, en viejos tiempos, sentirse instalado en un estilo imperial de vida que autorizaba los sonetos, el diálogo con los astros, las meditaciones en las noches bonaerenses, la seriedad goethiana en la tertulia del Colón o en las conferencias de los maestros extranjeros. Todavía lo rodeaba un mundo que vivía así, que se quería así, deliberadamente hermoso y atildado, arquitectónico. Para sentir la distancia que lo aislaba ahora de ese columbario, Oliveira no tenía más que remedar, con una sonrisa agria, las decantadas frases y los ritmos lujosos del ayer, los modos áulicos de decir y de callar. En Buenos Aires, capital del miedo, volvía a sentirse rodeado por ese discreto allanamiento de artistas que se da en llamar buen sentido y, por encima, esa afirmación de suficiencia que engolaba las voces de los jóvenes y los viejos, su aceptación de lo inmediato como lo verdadero, de lo vicario como lo, como lo, como lo..."


Irrisión, así pues, de la "buena literatura", concebida en términos tradicionales. ¿Irrisión de la literatura, sin más? Creo que no. Los experimentos de Morelli, el alter ego del autor, tienen ese sentido: "Su libro constituía ante todo una empresa literaria, precisamente porque se proponía como una destrucción de formas (de fórmulas) literarias" (95). Y uno de los amigos generaliza: "¿Para qué sirve el escritor si no para destruir la literatura?" (99).

Voladura, pues, desde dentro, realizada por alguien que está usando como dinamita su propia vida: "se habían preguntado por qué odiaba Morelli la literatura y por qué la odiaba desde la literatura misma" (141).


El surrealismo, lo fantástico

Frente a la chatura estética del descriptivismo costumbrista, el creador debe buscar otros caminos. El surrealismo puede ser uno de ellos, con su liberación de la lógica. Cortázar, en efecto, conoce bien a los surrealistas franceses y se refiere a ellos con frecuencia. (Hoy, Evelyn Picon Garfield ha insistido en la influencia del surrealismo francés sobre su obra.) Es muy claro, sin embargo, Cortázar al señalar su distancia; para él, el surrealismo es necesario, pero no suficiente: "los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resultado, más de uno se la comió con la cáscara. Los surrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas..." (99).

Le valió el surrealismo, sin duda, como técnica liberadora, pero no comparte su visión del mundo, su "ortodoxia". Y recuerda con ironía, en ocasiones, sus intentos juveniles de hacer "escritura automática": hoy, eso -declara tajantemente- "no me interesa demasiado".

Lo fantástico puede ser, también, un ámbito de ampliación de la realidad narrada. Recordemos otra vez que antes de Rayuela Cortázar ha demostrado ya su maestría en el género fantástico. También le parece insuficiente, ahora, ese camino. Rechaza Oliveira los juegos mentales que consisten en huir de lo habitual limitándose a volver las cosas del revés: "Oh, esas son las soluciones fáciles; cuentos fantásticos para antologías" (55). Al fondo planea, sin duda, la sombra magistral de Borges.

Con respeto, pero con claridad, se ha ocupado Cortázar, en varias ocasiones, de marcar las diferencias. Según él, Borges suele partir de una idea abstracta, que luego organiza en personajes, episodios... "En mi caso es completamente distinto. La idea abstracta del episodio fantástico, yo no la he tenido nunca. Yo tengo una especie de situación general, de bloque general, donde los personajes, digamos la parte realista, está ya en juego; está en juego, y entonces allí hay un episodio fantástico, un elemento fantástico que se agrega."

No es fácil precisar la génesis de un cuento; ni, probablemente, importe demasiado eso, sino el resultado artístico. En todo caso, parece claro a qué apunta Cortázar: en su caso, lo fantástico no es -no pretende ser, al menos- el punto de partida ni algo sobrepuesto arbitrariamente, sino una realidad que irrumpe de modo absolutamente natural, irremediable, en la entraña de lo más cotidiano.

En este sentido hay que entender la sorprendente declaración de Oliveira, que contradice otras del propio personaje: "Se ha elogiado en exceso la imaginación (...) en el otro espacio, donde sopla el viento cósmico que Rilke sentía pasar sobre su cabeza, Dame Imagination no corre" (84).

Y eso, quiérase o no, supone también un elemento de autocrítica con relación a su primera etapa narrativa, la que -a mi modo de ver- se cierra con el sufrimiento de Johnny, el perseguidor.

No basta, pues, como quería el surrealismo, con liberar al lenguaje de su estructura racional, burguesa, porque todo lenguaje remite, inevitablemente, a una realidad. Es preciso, por tanto, cambiar esa realidad, verla de otra manera: "Del ser al verbo, no del verbo al ser." No sólo hay que liberar el lenguaje sino "re-vivirlo" (99).


Ambigüedad

El discurso narrativo no sigue decididamente un único camino, sino que se abre, con frecuencia, en abanicos de posibilidades. Para describir, por ejemplo, el efecto liberador del jazz: "les señala que quizá había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizá había otros caminos y que el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias..." (17). Se enlazan las frases, repitiéndose y negándose, esmaltadas de abundantes quizá... Antes, había elogiado la indeterminación en el arte; ahora pretende, a la vez, abrir la obra y hacer participar activamente a un lector que no se desconcierte por los meandros de la reflexión.

Ese libro abierto es lo que ambiciona Cortázar: "todo eso que tú has pensado me llena de contento, es como una especie de recompensa para mí porque el hecho de dejar el libro abierto y encontrar en tu caso tantas posibles opciones es exactamente lo que yo busco con mis lectores".

Debe afilar el escritor su instrumental para expresar las experiencias inefables, fuera de lo habitual. (Y todas lo son, en cierto sentido, si sabemos verlas sin demasiadas telarañas en los ojos.) Igual que el místico, el poeta erótico ha recurrido siempre a las antítesis y contradicciones. En el caso de Rayuela, se trata de evocar una relación sentimental cercana al amour fou surrealista: "Ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión, pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil."(1). Las alusiones estéticas suman su capacidad evocadora. De todos modos, no es suficiente. Se impone, al final, la apelación directa a lo imposible, al absurdo: el único medio de romper los límites de lo habitual y expresar, aunque sea en pequeña medida, lo que no se puede decir, lo inefable.

Suele emplear Cortázar símbolos muy sugestivos, precisamente porque su vaguedad no permite la traducción exacta. Insiste especialmente en la indeterminación -por supuesto, muy consciente- del abismo que oculta cualquier experiencia banal: "Y de todo eso nacía como una explicación que Traveler era incapaz de rechazar, un contagio que venía desde más allá, desde alguna parte en lo hondo o en lo alto o en cualquier parte que no fuera esa noche y esa pieza" (55). Se queda Cortázar en la ambigüedad, voluntariamente, para las cosas de verdad importantes. No da una lección clara sino una sugerencia, una pista. Al lector le toca completarla, reviviéndola.

En sus reflexiones sobre literatura, formula Morelli una estética de lo fragmentario. (Al fondo parece hallarse la experiencia de la pintura impresionista.) Paradójicamente, la vida no se nos aparece como cine -una historia que fluye gracias al montaje- sino como una serie de fotografías discontinuas; también, los cristalitos sueltos de un calidoscopio: es el ojo del observador, en los dos casos, el que traza los puentes.

Otro ejemplo, otra figura: "El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más importantes, las únicas que realmente contaban" (109). De ahí el aparente hermetismo de la sentencia: la tarea del escritor consiste en restar, no en sumar.

En este punto, quizá sea pertinente recordar algo bastante olvidado por la crítica: Horacio es escultor, teóricamente al menos, y, para su trabajo (¿para qué trabajo?) va por las calles recogiendo "pedazos de latón o de alambre" (107). Pedazos sueltos.

Al final de todo este proceso de despojamiento, de renuncia, ¿qué puede quedar? Una sencillez de estilo, la pureza -otra vez la palabra- de una prosa que no esté corrompida (94). Morelli escribe cada vez con más dificultad, pero detrás de su estilo puede haber algo, un puente vivo: "Tomas de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre..." (79).

No parece ser ése el camino del éxito popular, porque coloca al lector ante "una ambigüedad insoportable". Es la misma en que reside el autor: "Si algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa misma ambigüedad, orquestando una obra cuya legítima primera audición debía ser quizá el más absoluto de los silencios" (141).


LA NOVELA

De las reflexiones generales sobre el papel que debe jugar la literatura se pasa insensiblemente -muchas veces, están mezclados- a comentarios concretos sobre la técnica narrativa.

¿Sobre técnica narrativa, solamente? Con ejemplar claridad dictaminó Jean-Paul Sartre que las discusiones sobre técnica reenvían, siempre, a la visión del mundo del narrador. Clarísimo resulta aquí. Oliveira adapta irónicamente a Campoamor: "Si quieres ser feliz como me dices / No poetices, Horacio, no poetices" (98). Las reflexiones de Morelli desembocan en visiones de carácter muy general: "La técnica narrativa de tipos como él no es más que una incitación a salirse de las huellas" (99). Algo más puede concretarse también, a veces.


El rollo chino

Comienza Ana María Barrenechea su análisis -quizá el mejor que se ha hecho- de la estructura de Rayuela señalando cómo Cortázar previene sobre los peligros de la improvisación, de la pereza. El riesgo es mayor en la novela que en el cuento, de estructura más cerrada. Cortázar lo ha señalado varias veces: "La novela permite bifurcaciones, desarrollos, digresiones. Lo sabemos de sobra. Entonces, curiosamente, la novela es un género mucho más peligroso que el cuento porque facilita todas las indisciplinas, todas las negligencias; tú te dejas ir, escribiendo una novela. Hay que tener mucho cuidado después, en el ajuste final."

El que nos dice esto es también el que, en Rayuela, defiende una estructura flexible, vital, no mecánica. A Morelli, el portavoz de Cortázar, "le revienta la novela rollo chino. El libro que se lee del principio al final como un niño bueno. Ya te habrás fijado que cada vez le preocupa menos la ligazón de las partes, aquello de que una palabra trae la otra...". Eso suscita las bromas de los bohemios. Apunta Perico, el español: "Con lo cual le ocurre que una enana de la página veinte tiene dos metros cinco en la página cien. Me he percatado más de una vez. Hay escenas que empiezan a las seis de la tarde y acaban a las cinco y media. Un asco."

En realidad, no se trata de prescindir de la estructura (Rayuela la tiene, por supuesto, y muy compleja) sino que "busca una interacción menos mecánica, menos causal de los elementos que maneja" (99). En efecto, uno de los atractivos -pero también de las limitaciones- de algunas novelas clásicas decimonónicas es su carácter de perfecto mecanismo, con vistas a un final determinado. El lector, si está familiarizado con este tipo de obras, lo puede fácilmente prever. A Cortázar no le interesan estas novelas tan "bien construidas", en las que unas partes se contrapesan armónicamente con las otras, como en la pintura renacentista mostró Wölfflin. Siguiendo con la metáfora plástica, lo que le interesa es romper los planos, crear zonas de sombra y perspectivas de profundidad, abrir el cuadro a muy diversos horizontes: reales, imaginarios, simbólicos...

Poco tiene que ver esto, desde luego, con el descuido o la chapuza. Lo que se pretende lograr es una novela más abierta: por eso mismo, más humana, más realista que la tradicional.


Psicologías

La psicología mecanicista (causa-efecto) es uno de los fardos más pesados de la técnica decimonónica, a los ojos del narrador actual. En su busca de una novela más pura, más "abstracta", imagina Morelli un "episodio en el que dejaría en blanco el nombre de los personajes, para que en cada caso esa supuesta abstracción se resolviera obligadamente en una atribución hipotética" (115).

Eso es lo que, en cierto modo, lleva a la práctica Cortázar al presentar, en una conversación del Club, las palabras y los interlocutores, sin distribución expresa de cada frase (96). Pero lo que busca Morelli es algo más serio, que conecta con muchas experiencias de la novela contemporánea: intentar que los personajes "dejen de ser personajes para volverse personas. Hay como una extrapolación mediante la cual ellos saltan hacia nosotros, o nosotros hacia ellos". Y añade un ejemplo: "El K de Kafka se llama como su lector, o al revés" (115). Desde España, podríamos recordar al U. que es protagonista de Cómo se hace una novela, de Unamuno.

Pone en cuestión Morelli, en general, la validez del género psicológico: "Basta de novelas hedonísticas, premasticadas, con psicologías." Pero tampoco le interesa la llamada novela objetiva, basada en la psicología behaviorista, tan en boga a partir de los años 50: "Por otro lado, basta de técnicas puramente descriptivas, de novelas "del comportamiento", meros guiones de cine sin el rescate de las imágenes." Rayuela, en efecto, no se limita a estas técnicas objetivas, sino que es una novela de búsqueda, por la vía intuitiva: "Hay que tenderse al máximo, ser voyant como quería Rimbaud" (116).

No es, desde luego, una novela psicológica, en el sentido tradicional del término. Oliveira es un personaje relativamente autobiográfico y, en lo hondo, con todas sus deficiencias, un símbolo del buscador. Morelli, poco más que un inteligentísimo portavoz del autor. Traveler, un doble porteño -entrañable, eso sí- de Horacio. Gekrepten, un contrapunto de sentido común. La Maga, en fin, es demasiado perfecta, quizá, como símbolo de la libertad. Sin embargo, es un personaje fascinante. Es habitual, hoy, prescindir en la novela de una técnica minuciosamente analítica: presentación del personaje, antecedentes familiares, ambiente, descripción física... Abundan, en la conducta de los personajes, los huecos, los pozos oscuros, las reacciones insuficientemente motivadas. No quiere eso decir que el novelista de talento, hoy, no cree personajes "llenos de vida", como tradicionalmente se decía. Hablando en general, la utilización de una técnica sintética hace a estos personajes mucho más atractivos, misteriosos y llenos de capacidad sugestiva, para un lector que no se aferré a los cánones tradicionales. La Maga es, me parece, uno de esos personajes inolvidables: si Oliveira la pierde, los lectores de Rayuela la conservaremos siempre, con nosotros.


¿Anti-novela?

A partir de la década de los 60, en el ambiente cultural francés, no ha sido raro encontrarse con denominaciones de este tipo: anti-literatura, anti-música, anti-psiquiatría... También, por supuesto, anti-novela. (Hoy, en cambio, es frecuente insistir, reduplicativamente, en lo genuino: pintura-pintura, novela-novela...) ¿Participa Rayuela de esta tendencia?

En el capítulo 79, unos textos de Morelli suponen un verdadero programa narrativo de Cortázar. Quiero llamar la atención sobre el encabezamiento: "Nota pedantísima de Morelli." Eso significa, evidentemente, que puede parecerlo, pero que no lo es. Por eso, el escritor se cura en salud ante las posibles acusaciones de pedantería y, defendiéndose irónicamente, nos advierte que se trata de un texto importante.

Para Morelli, lo esencial no es narrar algo, contar una historia, como un fin, sino, por medio de esto, introducir al lector en un nuevo ámbito, en unos valores nuevos: "Intentar el "roman comique" en el sentido en qué un texto alcance a insinuar otros valores..."

Según eso, el lector no debe ser apresado por la historia, por su interés o por la curiosidad, sino colaborar con el narrador para crear el relato: "Parecería que la novela usual malogra la búsqueda al limitar al lector a su ámbito, más definido cuanto mejor sea el novelista. Detención forzosa en los diversos grados de lo dramático, psicológico, satírico o político. Intentar, en cambio, un texto que no agarre al lector pero que lo vuelva obligadamente cómplice, al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos."

En unas notas sueltas, apunta Morelli la posibilidad de incorporar al relato las contradicciones internas, al modo del Zen: "A cambio del bastonazo en la cabeza, una novela absolutamente antinovelesca, con el escándalo y el choque consiguiente, y quizá con una apertura para los más avisados" (95).

¿Anti-novela? ¿Nueva novela? En otro lugar parece contradecirse, Morelli; en realidad, precisa con ejemplar claridad: "Provocar, asumir un texto desaliñado, desanudado, incongruente, minuciosamente antinovelístico (aunque no antinovelesco)" (79).

No es puro juego de palabras. Lo que rechaza es cierto tipo de novela, de trucos narrativos convencionales, no la novela. Si no fuera así, ¿para qué escribir otra novela más?

Es, también, una cuestión que puede plantearse, en su radicalidad: ¿para qué utilizar la novela, si lo que se busca es otra cosa? Dice la obra: "... aunque quedara en pie el absurdo de elegir una narración para fines que no parecían narrativos)" (95).

No es difícil contestar que no existe, hoy, una sola clase de novelas. Y que ése será, en definitiva, un absurdo mínimo en comparación con la gran burrada, el inmenso absurdo de empeñarse en buscar, cada día, la verdadera vida, sea lo que sea.


Novela y poesía

Esta novela que pretende ser antinovelística, que no se interesa demasiado por el puro relato, cae cerca del ámbito de la poesía. A mi modo de ver, es ésta una perspectiva básica, que no ha sido utilizada suficientemente.

Ya señaló Lezama Lima que la nueva novela hispanoamericana "ha dependido de la manera de la poesía". En el caso de Julio Cortázar, eso no debe sorprendernos: muchas veces ha reconocido, por ejemplo, la influencia de la poesía de Rainer María Rilke en su literatura y en su vida. Ha escrito también poesía, por supuesto: "Hay un momento en que lo que yo quiero decir no puedo ya decirlo con lenguaje de la prosa. Y, entonces, con la más absoluta naturalidad, paso al poema."

No se trata de dos caminos totalmente distintos, de una alternativa: "incluso contando, hay momentos en que lo que quiero decir es una dimensión poética (...). Y dentro de mis novelas hay muchos capítulos que cumplen un movimiento de poema aunque no entren en la categoría ortodoxa de poema. El funcionamiento se hace por analogía; hay un sistema de imágenes y de metáforas y de símbolos y, en definitiva, la estructura de un poema".

Por eso, dice Cortázar -que es traductor-, resulta tan difícil la traducción de una buena novela, porque "la prosa moderna se basa enormemente en mecanismos muchas veces poéticos". Y señala como ejemplo claro La muerte de Virgilio, de Hermann Broch.

No pensemos en lirismos ni en fragmentos de "prosa poética". Lo esencial es no quedarse en la pura reproducción mimética de la realidad, abrirse al misterio, descubrir nuevos mundos: "fijar vértigos", dice Cortázar: "El poema está para eso, y ciertas situaciones de novela o cuento o teatro" (94).

Rayuela: novela poética. Si aceptamos eso, será mucho más fácil apreciar su estructura fragmentada, su apertura a una nueva realidad, sus iluminaciones.


TÉCNICAS


El primer chapuzón

Rayuela es, entre otras cosas, un muestrario de técnicas narrativas novedosas. Hasta la fecha de su publicación, pocas novelas escritas en castellano habían incorporado tantas novedades originales. No es esto lo más importante del libro, desde luego, pero sí puede despistar a algún lector. Por eso, sin pretensiones de teoría, quizá sea útil recordar algunas de estas técnicas.

Abrimos la novela por su primera página. El primer capítulo comienza así: "¿Encontraría a la Maga?" Fijémonos un poco en esa frase, que, para Carlos Fuentes, entrega ya la clave de la obra.

El comienzo de una novela debe darnos la información precisa para que podamos ir comprendiendo su desarrollo. Eso, al menos, se supone. ¿De qué nos ha informado esta frase? De poca cosa, me temo. Después de leerla -ésta y las siguientes, por supuesto-, más fácil sería anotar, esquemáticamente, todo lo que no sabemos:

- ¿Quién habla? ¿De quién es la voz que oímos?

- ¿Quién es la Maga? ¿De dónde es, cuántos años tiene, cuál es su verdadero nombre, su aspecto?

- ¿Quién la ha perdido?

- ¿Por qué la perdió? ¿Cómo?

- ¿Dónde sucede todo esto?

- ¿Cuándo? Etcétera.

Recordemos un comienzo clásico de novela. Compárelo el lector, por ejemplo, con los de Eugenia Grandet o Fortunata y Jacinta: antecedentes familiares, circunstancias de lugar y tiempo, descripción física de los personajes y caracterización psicológica... Albert Camus hizo la caricatura de esta forma de iniciar un relato, que ejemplifica con este pastiche: "Una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, montada en un soberbio caballo alazán, los floridos paseos del Bois de Boulogne..." De un modo paralelo, Paul Valéry dijo en broma -lo cuenta André Bretón en su Manifiesto del surrealismo- que una novela actual ya no podía comenzar diciendo: "La marquise sortit à cinque heures." Pero el juego de la ironía ha hecho que Cortázar dé comienzo así, precisamente, a su novela Los premios, (En 1983, en Francia, un concurso de relatos ha elegido otra vez este pie fijo: comenzarlos con la frase de Valéry, ya célebre.)

En Rayuela, simplemente, nos encontramos con una pregunta: "¿Encontraría a la Maga?" Una pregunta -ya lo hemos visto- que abre muchos más interrogantes. No se nos han dado datos; al revés, parece que se nos han hurtado. No existe un largo preámbulo. Nos han arrojado, de golpe, en medio de la corriente: sin tiempo para prepararnos, el primer chapuzón. Se ha abierto la puerta del misterio.


Las citas, punto de partida

Una peculiaridad evidente de Rayuela: englobar en la acción narrativa gran número de referencias de tipo cultural. El número de citas que he creído necesario añadir al texto, en esta edición, lo prueban de sobra.

¿Exhibición de cultura, esnobismo? Creo que no. Cortázar sabe muy bien que todo lo que hemos vivido nos influye para nuestra visión del mundo (2). Se incluyen ahí lo mismo un verano en Ibiza que una diarrea pertinaz junto al piano de Satie o los frescos de Piero della Francesca...

Rayuela tiene algo de museo imaginario: como vio Lezama Lima, "al lado de la galería aporética, la librería délfica soñada por Gracián. Cada libro, por inexplicable, imprescindible. Julio Verne al lado de Roussel. Todo lo pensado puede ser imaginado". No es raro que Lezama Lima -precisamente Lezama- viera esto...

No se trata, sin embargo, de Las cien mejores poesías o la discoteca básica del amante de jazz. Junto a lo exquisito, el catálogo de horrores, como la estupidez que fascinaba a Flaubert: "Facetas de Morelli, su lado Bouvard et Pécuchet, su lado compilador de almanaque literario (en algún momento llama "Almanaque" a la suma de su obra" (66).

Oliveira usa vitalmente la cultura. A la vez, pocos personajes de novela nos advierten tanto contra sus peligros: "Si algo había elegido desde joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de una "cultura", truco por excelencia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvo del vacío que la rodeaba. Tal vez gracias a esa especie de flaca sistemática (...) se había librado de ingresar en ese orden fariseo (en el que militaban muchos amigos suyos, en general de buena fe porque la cosa era posible, había ejemplos), que esquivaba el fondo de los problemas mediante una especialización de cualquier orden..." (3).

No desconcertará, espero, al lector la unión de este uso amplísimo -insólito dentro de la actual literatura española, por ejemplo- de materiales de procedencia cultural con una condena tan tajante de la cultura como medio de tranquilizarse. Lo mismo, más o menos, han hecho los grandes intelectuales vitalistas que han escrito novela en nuestro siglo: Huxley, Unamuno, Hesse...

Sin hacer exhibiciones ni hurtar el bulto a los problemas: simplemente, la vida de Oliveira es así. Mondrian, Jelly Roll Morton o Rimbaud forman parte de su realidad tanto -por lo menos- como los gruñidos de su portera, la niebla junto al Sena o el mal olor de la clocharde... Por eso aparecen tanto en Rayuela.


"Collage"

El artista plástico de nuestro siglo incorpora a su creación materiales de todo tipo: cuerdas, trapos, recortes de periódico, un billete de metro... En su nuevo ámbito, todas esas cosas poseen ya, obviamente, una nueva realidad.

Lo mismo hace Cortázar: versos, letras de canciones, cartas a los periódicos, documentos extravagantes... La experiencia de Rayuela desembocará, después, en la plena adopción del sistema en libros como Último Round: "la idea del collage -foto y texto- me parece fascinante. Si yo tuviera los medios técnicos de imprimir mis propios libros, creo que seguiría haciendo libros-collage".

Funciona aquí, evidentemente, el placer -descubierto por los movimientos de vanguardia- de las asociaciones imprevistas. Dentro de una novela, además, poseen un nuevo sentido, se enlazan con otros elementos, colaboran en la peculiar estructura: "En Rayuela son citaciones literarias o filosóficas o anecdóticas, anuncios de periódico que están pensados en función de la novela. Es decir, de la conducta de los personajes o de los deseos o de las ambiciones de los personajes. Por ejemplo, algunos de los pequeños fragmentos los pongo en Rayuela porque lo que dicen es perfecto, no se puede decir mejor. Entonces, para qué hacerles hablar a los personajes sobre ese tema cuando ya está escrito, ya está dicho mejor de lo que yo podía hacer."

Así, acumulando fragmentos, Rayuela cobra apariencia de mosaico, tapiz persa, crucigrama... Es -aclara Saúl Yurkiewich- la técnica que corresponde a un tipo de montaje, a una determinada visión: "Todo es cambiante, todo es maleable, todo es fluyente (y quiere ser influyente), un discurso polifónico, polimórfico, politonal, polisémico, capaz de incorporar cualquier material." Politécnico, policlínico, poligonal; no policiaco ni político, no; polivalente, como nuestro Bachillerato Unificado.


De uno y otro lado

Tapiz, collage, mosaico, sí, pero no caos. La longitud de Rayuela, unida a su indudable complejidad, ha despistado a algunos lectores. Como en un buen caso policiaco, la novela nos proporciona las claves necesarias para resolver los enigmas que en ella se plantean. No suelen advertirse, quizá, bastantes frases sueltas que explican fragmentos muy posteriores. Veamos unos pocos ejemplos.

Gekrepten, la compañera de Oliveira en la segunda parte, aparece mencionada ya al comienzo de la novela: "una muchacha irrecordable" (1). Y vuelve a insistir en el capítulo 4: "Y la pobre boba de Gekrepten." Lo mismo sucede con Traveler, al que llama "su camarada" (3) y se pregunta: "¿qué estaría haciendo Traveler, ese gran yago, en qué líos majestuosos se habría metido desde su partida? (4).

En cuanto al enigmático Morelli, muy pronto se menciona su libro total, que resume la ambición de Rayuela: "pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieran en una visión aniquilante" (4).

Podría multiplicar los ejemplos de cómo las referencias internas -hacia delante o hacia atrás- se multiplican, sosteniendo el entramado del relato. Me interesa más, dentro de eso, centrarme en algo menos obvio, quizás. Con el capítulo 56 termina el "primer libro" y comienzan los "capítulos prescindibles" a que ya me he referido. A partir de ahora, el autor nos va indicando un orden de lectura de los capítulos aparentemente arbitrario, combinando los saltos hacia delante (lectura de nuevos capítulos) con la relectura de los que ya conocemos. ¿Es, de verdad, arbitrario? Basta con fijarse un poco para advertir llamadas, enlaces, discretos eslabones. Señalaré algunos.

El capítulo 84 expresa la dificultad -la necesidad- de ver las cosas. Va seguido del 4, donde nos cuentan que eso, ver las cosas, es justamente lo que sabe hacer la Maga.

Plantea el capítulo 71 la necesidad de inventar el mundo. No es casual que vaya seguido del 5: Oliveira hace el amor con la Maga.

La frase final del capítulo 6 vuelve a tomarse, como inicial del 93: "Pero el amor, esa palabra."

El capítulo 81 es una cita de Lezama Lima: "procuremos inventar pasiones nuevas, o reproducir las viejas con pareja intensidad". En seguida, en el 93, se acusa a Oliveira de temer las pasiones. Y este capítulo 93, dedicado al amor, va seguido del 68: la escena de amor, en "glíglico".

De vez en cuando, los capítulos se agrupan en pequeños ciclos: el 14 presenta la tortura china; el 114, una ejecución occidental; el 117, lo mismo, pero referido a los niños; en el 15, la Maga recuerda cómo la violó, de niña, el negro Irenep; en el 120, este mismo Ireneo introduce un gusano en un hormiguero... Es, obviamente, toda una serie dedicada a la tortura, la violencia.

Al acabar el 90, Oliveira recuerda los finales de sus relaciones eróticas; en el 20, que le sigue, se pelea con la Maga, y en el 126 se evoca el despertar de la inquietud.

Expone el 124 la necesidad de crear espacios para la vida; irónicamente, el 134 lo concreta en la falta de regularidad simétrica de los jardines ingleses.

Juega Cortázar claramente con algunos contrastes: después del capítulo dedicado a la muerte de Rocamadour (28), largo y trágico, aparece la broma sobre los riesgos de la cremallera en la bragueta (130); el lírico recuerdo de la Maga da paso al folletón rosa de Ivonne Guitry (111), anunciado ya en los capítulos 40 y 46.

El sueño enlaza a Traveler y Talita (143) con Horacio (100).

Descubre Oliveira a Pola por sus manos (76). De ahí pasamos a una escena de amor con ella (101) y a otra del mismo tipo con la Maga (144), para concluir contemplando a Pola, mientras duerme (103).

Sueña Horacio con su infancia (123) y lo recuerda, luego: "Estaba pensando en un sueño, ché, disculpá" (122).

En el 30, cuenta Gregorovius el entierro de Rocamadour. En el siguiente, Horacio se refiere a "tu descripción tan vistosa del sepelio..." (57).

Conocemos, en el capítulo 96, la casa de Morelli. De ahí pasamos al 94, un texto de Morelli sobre la prosa corrompida; luego, al 91, donde vemos los papeles de Morelli y un huevo podrido. A partir de ahí alternan las notas del viejo escritor y los comentarios que suscitan: por ejemplo, en el 99 se refiere a un apunte sobre el ritmo que aparecía en el 82, inmediatamente anterior.

No faltan las alusiones puntuales: el posible origen químico del pensamiento (99) fue expuesto ya en el importante capítulo 62, que dará origen a la siguiente novela de Cortázar: 62. Modelo para a(r)mar. Del mismo modo, se elogian los cafés porteños (78), que habían sido citados en el 132. El comienzo del 125, "II mio supplizio", es el fragmento de un poema de Ungaretti que fue citado en el 42. La escala de Oliveira, al volver de Buenos Aires (39) da lugar al 78: "tal vez debí quedarme un poco más en Montevideo, buscando mejor".

Otras veces, la conexión no está expresada con tanta claridad: los amigos matan el tiempo charlando (40), igual que los indígenas que pescan peces no comestibles y luego los entierran (59). La extrañeza de todas las cosas (102) se concreta en la que me produce mi propio cuerpo (80). Talita comenta su sueño (45), el sueño se enlaza con la locura (80) y una cita sobre el sueño de Anaïs Nin (110).

Al final de la novela, los eslabones se multiplican. Las historias del manicomio alternan con textos de los que oficialmente no están locos: el reformador de la ortografía Renovigo (69), anunciado ya en el capítulo 49, las cartas del licenciado Juan Cuevas sobre la Soberanía Mundial (89) y el proyecto de Ceferino Piriz, distribuido por entregas (129, 133). Los temas se agrupan musicalmente, enlazados por un irónico contrapunto: los tres amigos alcanzan el centro de la mándala, el cosmos (54), mientras Ceferino sigue organizando el mundo por corporaciones nacionales... Tan loco es eso como -en el mismo capítulo- "preguntarse qué andaría haciendo Talita". Las dos historias, sorprendentemente, se enlazan: "Todo lo demás tenía que seguir como si lo enumerara Ceferino, una cosa detrás de la otra" (133). Y el 127 enlaza a Morelli con los amigos porteños.

Después del episodio de los piolines, la historia sigue un curso perfectamente normal, aunque a primera vista no lo parezca: Gekrepten cuida a Horacio (135), le prepara comida, le pone compresas; Talita lo comenta (63), Traveler charla con él, enlazando con el tema de Ceferino (88). El único capitulo que no se repite en el "tablero de dirección" es el 55, pero su texto se incluye, íntegro (133). El capítulo 58 resume, mezclados, todos los de la serie última, y nos envía al 131, que, a su vez, como un frontón, remite de nuevo al 58, y así hasta el infinito.

Toda esta enumeración, tan aburrida, puede servirnos de base para afirmar, con más seguridad, que no son inconexos los "capítulos prescindibles". No podrían -como algunos han pretendido- suprimirse de la novela sin grave pérdida. Cortázar les da este título: "De otros lados." En realidad, aunque no se advierta a primera vista, son el hilo que enlaza todo lo que sucede de uno y otro lado.


"Y las cosas que lee..."

Las correspondencias internas dan lugar también a un capítulo de apariencia incomprensible, el 34, que comienza así:


"En setiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento.
Y las cosas que lee, una novela, mal escrita, para colmo
de mi padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos
una edición infecta, uno se pregunta cómo puede interesarle
a otra casa extractora de Jerez tan acreditada como la mía;
algo así. Pensar que se ha pasado horas enteras devorando
realicé los créditos que pude, arrendé los predios, traspasé
esta sopa fría y desabrida, tantas otras lecturas increíbles,
las bodegas y sus existencias, y me fui a vivir a Madrid."


El lector un poco atento posee los datos necesarios para comprenderlo. Se ha quejado ya Oliveira de las cosas que lee la Maga: revistas, novelas convencionales... Se han separado. Vuelve Horacio a su casa y mira lo que hay en la mesita de noche: "Una novela de Pérez Galdós, una factura de la farmacia (...). Unos papeles borroneados en lápiz." (Luego sabremos que es la despedida a Rocamadour, el niño muerto, que leemos en el capítulo 32.) Como en cualquier mesilla de noche, allí están los libros acumulados, en las últimas jornadas. El intelectual exquisito desprecia las novelas que encuentra allí, recuerda otros ejemplos de lo que él considera literatura de consumo: "Una novela de Galdós, qué idea. Cuando no era Vicki Baum era Roger Martin du Gard, y de ahí el salto inexplicable a Tristan L'Hermite, horas enteras repitiendo por cualquier motivo "les rêves de l'eau qui songe", o una plaqueta con pantungs, o los relatos de Schwitters, una especie de rescate, de penitencia en lo más exquisito y sigiloso, hasta de golpe recaer en John Dos Passos y pasarse cinco días tragando enormes raciones de letra impresa" (31).

Leemos después el planto por Rocamadour (32) y las reflexiones que suscita (33). El hilo del relato se reanuda en el capítulo siguiente: Horacio -recordémoslo de nuevo- está sentado en el borde de la cama, pasa sus ojos distraídamente por el comienzo de la novela de Galdós, a la vez que piensa en la Maga. El novelista quiere darnos las dos series a la vez, tal como se producen en la realidad. (Es un viejo problema narrativo, que se suele resolver presentando sucesivamente, por análisis, lo que es simultáneo.)

Ha imaginado Cortázar un truco en la disposición tipográfica del texto. Las líneas impares reproducen el comienzo de Lo prohibido, la novela de Pérez Galdós: "En septiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos a otra casa extractora de Jerez tan acreditada como la mía..."

Las líneas pares expresan el monólogo interior de Horacio, mientras va leyendo esto: "Y las cosas que lee, una novela, mal escrita, para colmo una edición infecta, uno se pregunta cómo puede interesarle algo así..."

Este juego gráfico produce varias consecuencias. Ante todo, se multiplican las lecturas, conforme a la permanente aspiración del narrador. Según esto, el lector debería hacer, en teoría, las siguientes:

1) El capítulo, tal como está impreso, para advertir su extrañeza.

2) Las líneas impares, de Galdós.

3) Las líneas pares (monólogo de Horacio).

4) Otra vez todo el capítulo, para seguir el curso completo de la escena: texto más comentario. Como eslabones, para facilitarlo, el personaje, de vez en cuando, repite una frase de Galdós -que aparece impresa en cursiva-. Por ejemplo: "Y me fui a vivir a Madrid." Lo leemos dos veces: en el texto de Galdós (línea 9) y en el comentario de Horacio (línea 12).

Lo mismo sucede con otras expresiones: "Por fin supe hallar un término de conciliación"; "Gozar del calor de la familia"; "polvorosas plazuelas"; "elegantes teatros"; "Impulsando a los que se estacionaban en las mesas"; "Lo que en verdad era poco lisonjero para un hombre que"; "pulcro y distinguidísimo"; "y de diluir fatigosamente sus relatos"; "llorando a moco y baba"; "personalidades que ilustraron el apellido de Bueno de Guzmán"...

Algún ilustre maestro se ha ofendido por el desprecio de Galdós que muestra Cortázar. Existe aquí, me parece, un cierto malentendido. A quien no le gusta Galdós no es a Cortázar sino a Horacio Oliveira, intelectual esnob, preocupado por el arte de vanguardia, discípulo entusiasta de Morelli, que abomina de la novela puramente narrativa y desea abrirla a otra cosa... A un personaje así, ¿le gusta Galdós? Evidentemente, no. Hacer que le gustara estaría en contradicción con toda su actitud estética.

Algo más. Aunque sepamos el truco, la vista se nos va, a veces, y leemos, de modo habitual, dos o tres líneas seguidas. En alguna ocasión, el abismo de la sintaxis o la puntuación es absoluto; otras veces, en cambio, las frases engranan, misteriosamente, y se producen acoplamientos muy cómicos: "para colmo de mi padre"; "traspasé esta sopa fría y desabrida"; "los tristes magazines que le prestaba mi tío"; "y ya resistí a ello por no perder mi independencia"; etc.

Poco antes del final del capítulo, concluye ya el texto de Galdós: "contrariedad irremediable, porque sus tres hijas, ¡ay, dolor!, estaban ya casadas". Con el libro abierto, todavía, en las manos, Horacio sigue reflexionando sobre su relación con la Maga: son como dos puntos que se mueven por París, sin encontrarse, ahora. Sus movimientos forman una figura que, aparentemente, no tiene sentido, como las líneas alternadas de este capítulo.


El "glíglico"

Uno de los rasgos más llamativos de la novela es el capítulo 68. Recordémoslo:

"Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las amulas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas filulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayustaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y manilos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias."

Varias veces me han preguntado qué significaba todo esto. Antes de nada, les he hecho leerlo en voz alta: el texto se transfiguraba, cobraba un nuevo sentido -el auténtico-: la evocación de una escena erótica mediante un lenguaje puramente musical.

El procedimiento había sido ya anunciado, en la novela, muchas páginas antes. Pregunta Horacio a la Maga cómo hace el amor Gregorovius, su presunto rival: "¿Pero te retila la murta? No me vayas a mentir (...). ¿Y te hace poner con los plíneos entre las argustas? -Sí, y después nos entreturnamos los porcios hasta que él dice basta basta (...). Pero eso vos no lo podés comprender, siempre te quedás con la gunfia más chica."

Se trata del "glíglico", un lenguaje inventado. Por un lado, es un juego, una burla del lenguaje racional. Pero hay, en él, algo más importante: es también un lenguaje exclusivo, no compartido; una zona propia de los enamorados, que los aísla del resto del mundo. Algo, pues, perfectamente conocido y hasta trivial, que han utilizado todos los amantes del mundo, atribuyendo un valor especial a expresiones habituales. Recordemos, en la literatura, el muy conocido "faire catleyas" de, Un amour de Swann, de Marcel Proust. No es casual que estos ejemplos se refieran al terreno erótico, aunque el glíglico se aplique también a otras cosas. En el lenguaje de los enamorados florecen con espontaneidad eufemismos y sufijos afectivos: recordemos Tristona y, en la vida real, el epistolario de Galdós y la Pardo Bazán, un precioso ejemplo reciente.

Como buen aficionado a la música, Cortázar es muy sensible a los valores rítmicos y musicales del lenguaje. No olvidemos un texto de Morelli: "No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento..." (82).

Abundan en la novela los juegos musicales. Estando borracho, Oliveira se divierte entrecruzando palabras: "Qué mamúa padre. The doors of perception, by Aldley Huxdoux" (18). Los mismos juegos fónicos le gustan cuando no está borracho: "Un soliloquio tras otro, vicio puro. Mario el epicúreo, vicio púreo" (19). En los dos casos, la imaginación verbal funciona sobre una base literaria y parte de que la asociación de sonidos puede conducir a hallazgos ideológicos. Es el conocido caso de los aciertos -junto a las imposiciones absurdas- a que puede conducir la rima consonante.

Regresemos al capítulo 68. Juega Cortázar, evidentemente, con el equívoco de alternar palabras puramente imaginarias con un esquema sintáctico habitual: "Apenas él... a ella se le... y caían en... Cada vez que él procuraba... se enredaba en... y tenía que... sintiendo cómo poco a poco... se iban... hasta quedar tendidos como el... al que se le han dejado caer unas... Y sin embargo, era apenas el principio, porque en un momento dado ella se... consintiendo en que él aproximara suavemente sus... Apenas se... algo como un... los... de pronto era él... Se sentían... temblaba el... se vencían las... y todo se... en un profundo... que los... hasta el límite de las..."

Tenemos aquí el esqueleto, perfectamente lógico, de una descripción de amor físico. Evidentemente, el juego malévolo está en que nuestra imaginación rellena de sentido claro y concreto los huecos, ocupados en el texto por palabras ininteligibles. Vemos, una vez más, la complicidad con el lector, que, en este caso, se puede volver en contra de él, pues se avergonzará, quizá, al comprobar cómo su imaginación ha recurrido a términos más gráficos que los empleados por el escritor.

Cabe, incluso, la posibilidad de que a Cortázar le haya pasado por la cabeza mostrar, con un juego, cómo un escritor hábil puede soslayar una censura puritana evitando cualquier término non sanct/ov. Claro que la combinación de algunas palabras es claramente alusiva. Recordemos, por ejemplo, el "orgumio" y el "merpasmo", seguidos de una "sobrehumítica agopausa".

Quiero subrayar cómo los significados son sugeridos, también, por el movimiento rítmico de la frase. Notemos, por ejemplo, el ritmo trimembre: "Y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes." Si separamos el término común, caían en, obtendremos tres términos, progresivamente largos: "hidromurias" (cuatro sílabas), "salvajes ambonios" (seis sílabas), "sustalos exasperantes" (ocho sílabas). Gramaticalmente, se trata de un sustantivo; otro, con adjetivo antepuesto, y un tercero, con adjetivo pospuesto, descriptivo. La impresión psicológica es la de una serie de olas: todas avanzan en la misma dirección, pero cada una es un poco más larga que la anterior.

Veamos otro ejemplo. Al comienzo de la frase, una enumeración trimembre crea un ritmo progresivamente acelerado: "Las amulas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo..." Y todo se resuelve en una frase larguísima, enormemente perezosa, con palabras largas ("trimalciato", "ergomanina") y subordinadas, añadidas ("como el... al que..."): "Hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas filulas de cariaconcia."

Lo básico es el contraste entre momentos de exaltación y otros de depresión. Después del descanso que acabamos de citar, renace la tensión: "Y sin embargo era apenas el principio..."

El párrafo culmina en una enumeración en la que la orquesta parece emplear toda su potencia instrumental: "De pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa." Todo este crescendo orquestal, cuidadosamente preparado, estalla, jubiloso, como el sonido triunfal de los platillos: "¡Evohé! ¡Evohé!"

A lo largo de la historia, son varios los casos de escritores -o géneros- que intentan evocar un significado simplemente mediante el sonido de unas palabras, prescindiendo de la conexión arbitraria que es la base del signo lingüístico: en nuestra lengua, la poesía afro-cubana -de Lope de Vega a Nicolás Guillen-, las jitanjáforas y trabalenguas infantiles... Cortázar se une a esta cadena con su "glíglico". Lo hace con notable brillantez y sentido rítmico. (Una vez más, experimenta, juega, explora posibles ámbitos nuevos.) Y, no lo olvidemos, con sentido del humor: si tradujéramos este capítulo 68 a lenguaje normal nos encontraríamos con una narración grandilocuente, retórica, que Cortázar utiliza -a mi modo de ver- con evidente ironía.


"Las haches como penicilina"

He mencionado ya la peculiar ortografía fonética del Renovigo: "Ingrata sorpresa fue leer en "Ortográfiko" la notisia de aber fayesido en San Luis Potosí..." (69). Leyéndolo, en sus horas de tertulia, Traveler y Horacio se tiran de risa por los suelos. (Es también, una vez más, un factor de extrañamiento de lo cotidiano.)

No se debe confundir con eso -aunque esté relativamente cercana- la presencia de haches innecesarias que se da en varios momentos de la novela. Recordemos algunos usos. Enseñando a observar una pintura: "Lo importante de este hejemplo es que el ángulo es terriblemente hagudo... algo hincalificablemente hasombroso" (19). Meditando sobre los libros de la biblioteca: "Me apasiona el hoy pero siempre desde el ayer (¿me hapasiona, dije?)" (21). "La hebriedad, hastuta cómplice del Gran Hengaño" (36). Burlándose de sí mismo: "Heste Holiveira siempre con sus hejemplos" (84).

Este es, me parece, el caso en el que se ve más claramente el uso de la hache: "En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras por las que iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: "El gran hasunto" o "la encrucijada". Era suficiente para ponerse a reír y cebar mate con más ganas. "La hunidad", hescribía Holiveira. "El hego y el otro." Usaba las haches como otros la penicilina. Después volvía más despacio al asunto, se sentía mejor. "Lo importante es no runflarse", se decía Holiveira. A partir de esos momentos se sentía capaz de pensar sin que las palabras le jugaran sucio" (90).

Parece claro que las haches se emplean sobre todo en el caso de las grandes palabras, para limpiarlas un poco de la costra retórica que las ha ido cubriendo durante años. (Lo mismo habían hecho ya algunos surrealistas, como Jacques Vaché: "pohéte".) Sirven, pues, de vacuna irónica contra la hinchazón. Muchas veces se aplican a uno mismo, para burlarse cuando se nos escapan palabras demasiado "sublimes". Suponen, en fin, un guiño de ojos amistoso al lector para que sepa que, en el fondo, "no es para tanto", y que debe tomarse esa frase un poco a broma -es decir, en serio.


La tela de Penélope

He mencionado ya el capítulo 75: un texto retórico, tradicional, se interrumpe con un balbuceo: "como lo, como lo, como lo...". Igual que Horacio no coloca el cepillo con la pasta dentífrica en su boca, sino que lava los dientes a la imagen del espejo, pintándola irrisoriamente, creándola...

Esta brusca ruptura de lo esperado caracteriza la escritura de Cortázar. Unas veces, los personajes se rebelan contra la ceremonia de los gestos, la desgarran como una tela vieja: "Debía tener un esquema prefabricado de esas cosas, o quizá le sucedían siempre de la misma manera (...), se cumplían todos los gestos necesarios para darle al hombre su mejor papel, dejarle todo el tiempo necesario la iniciativa. En algún momento se habían puesto a reír, era demasiado tonto" (5).

La rotura de las convenciones esperadas se extiende también, por supuesto, al uso del lenguaje. Una y otra vez, la estructura sólida de la frase aparece erosionada, desde dentro; en uno de sus cuentos, por ejemplo, había escrito Cortázar: "No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir mientras lo disimulara. (¿No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa. (¿No le importaba?)"

Ya conocemos el método que propugna Morelli, con implacable rotundidad: "la ironía, la autocrítica incesante..." (79). Y eso se extiende, como hemos visto, a toda la creación literaria: "Morelli se daba el gusto de seguir fingiendo una literatura que en el fuero interno minaba, contraminaba y escarnecía. De golpe las palabras, toda una lengua, la superestructura de un estilo, una semántica, una psicología y una facticidad se precipitaban a espeluznantes harakiris" (141).

Cita Morelli una frase de Bataille: "Me costaría explicar la publicación, en un mismo libro, de poemas y una denegación de la poesía..." (136). Es justamente lo que propugna Morelli -y lleva a la práctica Cortázar. Por eso mismo, recogen los dos el testimonio que se opone frontalmente a su modo de actuar.

Es esto -me parece- muy característico del estilo de Cortázar, más que el uso de unas técnicas narrativas novedosas: afirmar y negar, siempre, a la vez. La negación que no destruye sino que confirma -después de haber corroído, desde dentro. Tejer y destejer la tela, inacabable, mientras no repose definitivamente Ulises.


"Meter todo en la novela"

He mencionado ya la frase de Virginia Woolf: "Hay que meter todo en la novela." En Rayuela, da lugar eso a una serie de técnicas concretas: son frecuentísimas, por ejemplo, las enumeraciones caóticas, como en la poesía contemporánea. Todo está en movimiento; todo se relaciona, se suma, se contradice, se incorpora... La hermosura del jazz, por ejemplo, es evocada así por un personaje, liberado de la lógica por la borrachera: "Lionel Hampton balanceaba Save it pretty mamma, se soltaba y caía rodando entre vidrios, giraba en la punta de un pie, constelaciones instantáneas, cinco estrellas, tres estrellas, diez estrellas, las iba apagando con la punta del escarpín, se hamacaba con una sombrilla japonesa girando vertiginosamente en la mano, y toda la orquesta entró en la caída final, una trompeta bronca, la tierra, vuelta abajo, volatinero al suelo, Jinibus, se acabó" (17).

De modo semejante, Oliveira evoca irónicamente el conjunto de nociones básicas, uniendo, mediante comas, elementos de muy distinto nivel: "Y así el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado..." (19).

La técnica de la enumeración caótica le permite a Cortázar identificar irónicamente lo físico con lo inmaterial: "Mis enfermedades morales y otras piorreas", "bastaba un mínimo de decencia para salir de tanto algodón manchado" (2). Una chica vive en "una especie de admirable pirámide de humo y música y vodka y sauerkraut y manos de Ronald permitiéndose excursiones y contramarchas" (13). Etcétera.

Frecuentemente, el paso rápido de lo abstracto a lo concreto es el punto de partida para una larga digresión. Recuerda Oliveira, al comienzo de la novela: "Como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rué Scribe", y eso basta para intercalar una escena humorística narrada con minuciosidad implacable y que oculta un poco su serio significado. De repente, un corte súbito finaliza la escena y el lector debe ser consciente, otra vez, del significado profundo que esto tenía, como en la recolección final de los elementos dispersos a lo largo de un soneto barroco: "Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días" (1).

Así, la pelusa cotidiana pone sordina irónica a la búsqueda, con "trueques de todo género" (2).


Colgando en el vacío

Especialmente característica -me parece- del estilo de Cortázar es su costumbre de interrumpir el discurso, dejando la frase colgando.

Recordemos algunos ejemplos. Los amigos del Club oyen música de jazz: "Y qué mal estaba acabando la noche, todo tan increíblemente tan, los zapatos de Guy Monod..." (16). Hablando con el niño muerto: "Parece increíble que alguna vez, Rocamadour. Ahora solamente aunque Horacio se ponga furioso y diga, pero a ti no te interesa" (32). En la charla con la clocharde: "Si Célestin hubiera estado ahí, seguramente que. Por supuesto que, Célestin" (36). Encuentra a Talita: "se pareciera un poco a esa otra mujer que" (39).

Alguna vez, se explica el uso: "Como recurso extremo contra la melancolía porteña y una vida sin demasiado (¿Qué agregar a "demasiado"? Vago malestar en la boca del estómago, el ladrillo negro como siempre)" (37).

El mecanismo de la elipsis es absolutamente normal en la lengua cotidiana cuando el sentido resulta suficientemente claro, y así se recoge en una novela que poco tiene de académica. Además, estas frases que quedan colgando reflejan las vacilaciones del narrador o de su personajes, que no aciertan a expresar con exactitud sus vivencias, temen a la frase tópica y por eso prefieren dejarla colgando, para que la complete la imaginación del lector. En el fondo, se trata de la misma desconfianza por el lenguaje que antes mencioné y que va unida a una crisis existencial: "Empezarás a comprender-dijo Oliveira sacando la mano-. Vos en el fondo te das cuenta de que ya no puedo decirte nada, ni a vos ni a nadie" (31). Pero sigue hablando, escribiendo, lanzando mensajes de náufrago en botellas de todas clases.

Para expresar el vértigo cotidiano, la frase se ha de quedar colgando, en el vacío. Como Talita en su tablón. Como Oliveira, asomado a la ventana del manicomio. Abajo, en el patio, brillan las luces de la rayuela.

Una frase interrumpida, dos palabras bastan, alguna vez, para expresarlo todo: "A menos que." Nada más. Es el final del capítulo 127.

1 - 2 - 3

Julio Cortázar; Rayuela, Edición dirigida por Andrés Amorós, Madrid, Editorial Cátedra, 184

Agradezco a Cristian de Un París de la mente por enviarme este texto


 


Enlaces relacionados

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Especial 2003 - Cuarenta años de Rayuela


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