Rayuela y su lector
  Andrés Amorós Introducción a Rayuela (3ª parte)
 
Andrés Amorós

Introducción a Rayuela


Introducción de la edición de Rayuela de Editorial Cátedra dirigida por Andrés Amorós.

Índice:

DATOS PREVIOS
UN LIBRO QUE ES MUCHOS LIBROS
EL PARAÍSO PERDIDO
LA LITERATURA
LA NOVELA
TÉCNICAS
FIGURAS
EL PERSEGUIDOR
ESTA EDICIÓN
POSDATA



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FIGURAS


"Hablar por figuras"

Talita se enfada porque Traveler y Horacio se parecen demasiado: los dos "hablan por figuras". Por ejemplo: "el reloj de la bomba marca las doce de la mañana", "los problemas son como los calentadores Primus, todo está muy bien hasta que revientan", etc. Pero ella también se contagia: "es como un partido de tenis, me golpean de los dos lados" (44).

Los amigos conocen su costumbre: "Habla con figuras. Es siempre el mismo" (142). A Oliveira le sirve de excusa -cuando le conviene, claro-: "También era una figura" (100).

Una forma de hablar tan repetida es la manifestación de algo. Ante todo, de una desconfianza por lo puramente intelectual, abstracto: "Yo soy muy visual. Mientras yo estoy escribiendo, yo veo perfectamente la escena", dice Cortázar.

Al novelista no le satisfacen -ya lo hemos visto- las "psicologías" tradicionales. Intenta superarlas con estas "figuras". Varias veces procura explicarlas, en la misma novela. Recuerda Morelli a algunos críticos que definen el arte medieval como "una serie de imágenes", más que la presunta representación realista de lo que vemos todos los días. Eso es lo que él pretende -apostilla-: "Acostumbrarse a emplear la expresión figura en vez de imagen, para evitar confusión." Así, el arte "de la llamada Edad Moderna" enlazaría otra vez con el de "la llamada Edad Media". ¿En qué se concreta este nuevo arte? Respuesta: en que "todo accede a la condición de figura (...), todo vale como signo y no como objeto de descripción" (116).

El famoso capítulo 62 de Rayuela, que será el germen de la novela siguiente, precisa un poco más. No se trata de prescindir de las motivaciones psicológicas, sino de abrirse a "las infinitas interacciones de lo que antaño llamábamos deseos, simpatías, voluntades, convicciones, y que aparecen aquí como algo irreductible a toda razón y a toda descripción: fuerzas habitantes, extranjeras (...) una búsqueda superior a nosotros mismos como individuos y que nos usa para sus fines...". La novela intentaría acceder a "un territorio donde la causalidad psicológica cedería desconcertada, y esos fantoches se destrozarían o se amarían o se reconocerían sin sospechar demasiado que la vida trata de cambiar la clave en y a través de ellos..." (62).

Eso es lo que puede descubrir hoy un ojo lúcido que se asoma al calidoscopio: "La gran rosa policroma, entenderla como una figura, imago mundi..." (109).

Fuera de la novela lo ha comentado también Cortázar: "Tratar de escribir una novela en la que los elementos psicológicos no ocupen el primer plano sino que los personajes estén dominados por lo que yo llamaba una figura o una constelación y actúen haciendo cosas sin saber que están movidos por otras fuerzas."

Así, todo el libro está lleno de figuras: desde la conversación de los compadres porteños, púdicos para expresar sus sentimientos, hasta las disquisiciones teóricas de Morelli. La rayuela es, también, una figura.

Los lectores de esta novela podemos decir lo mismo que el narrador de 62: "... tú y yo sabemos demasiado de algo que es nosotros y juega estas barajas en las que somos espadas o corazones, pero no las manos que las mezclan y las arman...". ¿De quién son estas manos, sino tuyas?


Dibujos, signos, anuncios, voces

Las cosas y las personas forman dibujos, en Rayuela. Ante todo, Horacio y la Maga, buscando y buscándose: "Los dos, Maga, estamos componiendo una figura, vos un punto en alguna parte, yo otro en alguna parte, desplazándonos (...) y poquito a poco, Maga, vamos componiendo una figura absurda, dibujamos con nuestros movimientos una figura idéntica a la que dibujan las moscas cuando vuelan en una pieza, de aquí para allá, bruscamente media vuelta, de allá para aquí, eso es lo que se llama movimiento brownoideo (...) y todo eso va tejiendo una figura algo inexistente como vos y como yo, como los dos puntos perdidos en París que van de aquí para allá, de allá para aquí, haciendo su dibujo, danzando para nadie, ni siquiera para ellos mismos, una interminable figura sin sentido" (34). Esa era la reflexión de Oliveira, mientras leía, distraídamente, la novela de Galdós que estaba en la mesilla de noche de la Maga.

Es una intuición que aparece ya en Los premios: "Allí tuve por primera vez una intuición que me sigue persiguiendo, de la que se habla en Rayuela y que yo quisiera poder desarrollar ahora en un libro. Es la noción de lo que yo llamo las figuras. Es como el sentimiento -que muchos tenemos, sin duda, pero que yo sufro de una manera muy intensa- de que aparte de nuestros destinos individuales somos parte de figuras que desconocemos. Pienso que todos nosotros componemos figuras. Por ejemplo, en este momento podemos estar formando parte de una estructura que se continúa quizás a doscientos metros de aquí, donde a lo mejor hay otras tantas personas que no nos conocen como nosotros no las conocemos. Siento continuamente la posibilidad de ligazones, de circuitos que se cierran y que nos interrelacionan al margen de toda explicación racional y de toda relación humana."

Sentado a la puerta de la casa de la Maga, Horacio es "como una figura de tarot, algo que tiene que resolverse, un poliedro donde cada arista y cada cara tiene su sentido inmediato, el falso, hasta integrar el sentido mediato, la revelación" (28). En la segunda parte, los tres, Traveler, Talita y Horacio están "bailando una lenta figura interminable" (47).

No sólo los personajes, claro, todas las cosas forman parte de un dibujo... que se ha perdido: "Cualquier cosa que te dijera sería como un pedazo del dibujo de la alfombra. Falta el coagulante, por llamarlo de alguna manera: zas, todo se ordena en su justo sitio y te nace un precioso cristal con todas sus facetas. Lo malo -dijo Oliveira mirándose las uñas- es que a lo mejor ya se coaguló y no me di cuenta..." (46).

Así, la imagen ha derivado hacia la insuficiencia radical: un puzzle no resuelto, un calidoscopio con los cristalitos descabalados...

El mundo de Rayuela está poblado de signos: sin que la Maga lo supiera, "la razón de sus lágrimas o el orden de sus compras o su manera de freír las papas eran signos" (98). Encontrar un trapo rojo, en el cubo de la basura, puede ser "prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento" (1).

Cualquier cosa, por insignificante que parezca, puede ser un anuncio: "la sospecha de que estaba delante de algo que podía ser un anuncio, pero la voz que lo traía estaba quebrada y cuando decía el anuncio lo decía en un idioma ininteligible, y sin embargo era lo único necesario ahí al alcance de la mano..." (55).

El perseguidor es un visionario; de acuerdo con la mejor tradición romántica, oye voces que los demás no escuchan. Todo le habla.

Subraya Morelli un texto de Musil, que se resume en esta frase: "Para mí el mundo está lleno de voces silenciosas." Y eso suscita una pregunta: "¿Significa eso que soy un vidente o que tengo alucinaciones?" (102). Es "la soledad sonora", la música callada de San Juan de la Cruz y Federico Mompou.


El mensajero, el otro

El personaje puede actuar como mensajero de algo que él mismo desconoce, como reactivo que favorece o desencadena un cambio. Horacio aparece en Buenos Aires "como una especie de mensajero". Cuando él llega, sin advertirlo, "hay paredes que se caen, montones de cosas que se van al quinto demonio y de golpe el cielo se pone fabulosamente hermoso..." (44). Se desquician las cosas, para encontrar un nuevo centro o para irse definitivamente a... Lo mismo producía la llegada del ángel -es decir, "el enviado"- en Teorema, de Pasolini.

Puede ser un intercesor -¿ante quién?-: "¿Qué clase de templos andaba necesitando, qué intercesores, qué hormonas psíquicas o morales que lo proyectaran fuera o dentro de sí?" (54).

Nos sentimos, todos, habitados por algo que nos excede: "parecería que algo habla, algo nos utiliza para hablar. ¿No tenés esa sensación? ¿No te parece que estamos como habitados?" (45). En ocasiones, "la sensación de estar habitado se hacía más fuerte" (47).

Se desdibujan las fronteras entre los personajes: "Anda a saber si no sos vos la que esta noche me escupe tanta lástima" (54). Cuando hablo o me muevo, algo actúa a través de mí: "Hay otras cosas que nos usan para jugar, el peón blanco y el peón morocho, algo por el estilo" (56).

De ahí la importancia del tema del otro, el doble, tan frecuente en toda la obra narrativa de Cortázar: a Oliveira "le quedaba la noción de que él no era eso, de que en alguna parte andaba como esperándose, de que ese que andaba por el barrio latino (...) era apenas un doppelgänger, mientras el otro, el otro..." (23). También siente Traveler la existencia de "un doble que tiene más suerte que él" (37).

En un momento de reflexión melancólica, Horacio resume: "Hace tanto que somos el mismo perro dando vueltas y vueltas para morderse la cola" (56). Como ha recordado otras veces, "yo soy otro".


Llave, ventanas, espejos, puentes, salida, umbral, pasaje

El tema de la búsqueda se manifiesta a través de una serie de términos metafóricos. Unas veces, se hablará de una llave. Horacio "adivina que en alguna parte de París, en algún día o alguna muerte o algún encuentro hay una llave" (26).

Morelli se la da, simbólicamente, al entregarle la llave de su piso: "Una llave, figura inefable. Una llave. Todavía, a lo mejor, se podía salir a la calle y seguir andando, con una llave en el bolsillo. A lo mejor todavía, una llave Morelli, una vuelta de llave y entrar en otra cosa, a lo mejor todavía" (154). También el amor puede ser esa llave (93).

El hombre encerrado en sí mismo debe intentar abrir las ventanas. Ventanas del arte, de la belleza: "Sólo los ciegos de lógica y de buenas costumbres pueden pararse delante de un Rembrandt y no sentir que ahí hay otra cosa, un signo" (28). La novela misma debe ser una ventana, debe tener "ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar" (79). Conclusión tajante del narrador: "hay que abrir de par en par las ventanas y tirar todo a la calle, pero sobre todo hay que tirar también la ventana, y nosotros con ella" (147). Para que circule el aire, como pedía Federico García Lorca.

Anda Oliveira por la vida "mirándose de reojo en todos los espejos" (48). No son los espejos simétricos de Borges, sino algo cercano, más bien, a las cosas como signo. Espejos pueden ser el circo, la charla con los amigos, unos viejos tangos... Espejo vivo era la Maga: "Éramos un poco sus espejos, o ella nuestros espejos. No se puede explicar" (142). Ahora vemos como en un espejo, según la vieja sabiduría de San Pablo -y de Ingmar Bergman.

En Rayuela, declara Cortázar, "Oliveira siempre está pensando en cruzar un puente". Las referencias a puentes se multiplican a lo largo de la novela. Sentada en un tablón sobre el vacío, Talita se da cuenta de que Traveler y Horacio, así, "han tenido otro puente entre ellos" (41). La literatura debe ser "puente vivo de hombre a hombre" (79). Para la Maga, "el deseo de que todo terminara era (...) algo así como el arco de los puentes, que siempre la emocionaban" (108). Su amor pudo haber sido el puente, para Oliveira; en un momento advierte que "no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado". Y en un poema: "mejor cruzar los puentes con las manos llenas de ti". Puente sobre aguas turbulentas, cantan Simón y Garfunkel.

Puede dar paso, ese puente, a alguna salida: "Hay quizá una salida, pero esa salida debería ser una entrada" (71). Querríamos que nos dejara en el umbral de algo: anda Morelli "en busca de una desnudez que él llamaba axial y a veces el umbral. ¿Umbral de qué, a qué? Se deducía una invitación a algo como darse vuelta al modo de un guante, de manera de recibir desolladamente un contacto con una realidad sin interposición de mitos, religiones, sistemas y reticulados" (124). Resulta evidente la huella existencial en Rayuela: el hombre no es, aspira a ser; en vez de un punto, una flecha. El umbral supone, también, pasaje: "Anda a saber si no me habré quedado al borde y a lo mejor había un pasaje. Manú lo hubiera encontrado seguro, pero lo idiota es que Manú no lo buscará nunca, y yo, en cambio..." (56). Pasajes secretos de las novelas de misterio, de las películas de terror, que pueden conducirnos al laboratorio del Doctor Frankestein, pero también pueden llevarnos fuera de la cárcel. Para el último volumen de sus cuentos, ha elegido Cortázar ese título: Pasajes. Y en un poema ha soñado: "habrá un amor que al fin nos lleve / hasta la barca de pasaje".


Apuntar, asomarse, saltar

Puede expresarse también la metáfora con formas verbales. Ante todo, apuntar. Al leer sus notas, "no llevaba muchas páginas darse cuenta de que Morelli apuntaba a otra cosa"." En su obra, "al final había siempre un hilo tendido más allá, saliéndose del volumen, apuntando a un tal vez, a un a lo mejor, a un quién sabe, que dejaba en suspenso toda visión petrificante de la obra" (141). Eso es lo que hacía, a la Maga, bailar descalza.

Apuntar significa asomarse: a otro mundo, a otra vida; a la vez, al vacío: "Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialécticamente" (4).

Por eso, es preciso saltar a tiempo, antes de que el barco se hunda. Morelli concibe la vida como "un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí, al alcance del salto que no damos" (104). Realizan su destino solamente los hombres que "han dado el salto fuera del tiempo y se han integrado en una suma, por decirlo así" (99). Eso le proponía la Maga a Oliveira; en eso fracasó: "me invitas a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo..." (93).

Nuestro don Antonio Machado estaba, también,

impaciente por saltar
las bardas de su corral.


Al otro lado, detrás, más allá

A Cortázar le divierten las frases que se pueden leer al revés, los palíndromos. El juego supone una atracción por los reversos, la cara oculta de las cosas: "Pienso sobre todo en los reversos" (76). Una y otra vez, la novela se asoma al otro lado: "eran cosas que podían ocurrir en el Club, donde se hablaba siempre de nostalgias, de sapiencias tan lejanas como para que se las creyera fundamentales, de anversos de medallas, del otro lado de la luna siempre" (4).

Resumiendo el sentido esencial de su novela, Cortázar utiliza también la expresión: Oliveira es optimista, frente a lo que algunos creen, porque siente que "un día, ya no para él pero para otros, algún día esa pared va a caer y del otro lado está el kibbutz del deseo, está el reino milenario, está el hombre verdadero, ese proyecto humano que él imagina y que no se ha realizado hasta este momento".

Cita Cortázar unos versos de Octavio Paz:

Mis pasos en esta calle
Resuenan
      En otra calle... (199).

Oliveira no puede alcanzar a la Maga porque, sencillamente, sin esfuerzo, "estás del otro lado" (93). Al carecer de su segundo término, detrás adquiere, por sí solo, un significado sustantivo. Es, una vez más, la búsqueda de un centro inalcanzable: "Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el reencuentro con el fuste" (2).

Ya que no remite a algo concreto, la expresión misma ocupa ese puesto clave: "Detrás de todo eso (siempre es detrás, hay que convencerse de que es la idea clave del pensamiento moderno)..." (71). Y en varios idiomas, dándole vueltas, como a un juguete o una joya que le gustan: "Vos te deberías llamar Behind o Beyond (...). O Ypnder, que es tan bonita palabra. -Nada de eso tendría sentido si no hubiera un detrás" (99).

Busca Horacio, siempre, más allá de lo inmediato: "la Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a abrirse más allá de ella..." (2).

El final del libro de Morelli se reduce a esta frase enigmática, repetida muchas veces, hasta llenar la página: "En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay" (66). Contra ese muro se ha estrellado. Si así fuera, no tendría sentido la búsqueda -no se habría escrito Rayuela.


"Momentos mágicos"

En este mundo de inteligentes razonadores, muestra la Maga la importancia del azar. Sin necesidad de planes ni cálculos, Oliveira y ella pueden encontrarse, en las viejas calles de París. A Horacio le irrita, pero también le fascina (6). Gracias a ella, pueden producirse imprevistos, maravillosos encuentros.

A veces, los personajes alcanzan una zona privilegiada: "ciertos cuadros, ciertas mujeres, ciertos poemas, le daban una esperanza de alcanzar alguna vez una zona desde donde le fuera posible aceptarse con menos asco y menos desconfianza..." (90). Eso dura poco, desde luego.

La zona, que da sentido al caos, será fundamental en la siguiente novela, 62: "La zona es una ansiedad insinuándose viscosamente, proyectándose, hay números de teléfonos que alguien discará más tarde antes de dormirse, vagas habitaciones donde se hablará de esto, hay Nicole que está luchando por cerrar una valija, hay un fósforo que se quema entre los dedos, un retrato en un museo inglés, un cigarrillo que golpea contra el borde del atado, un naufragio en una isla, hay Calac y Austin, búhos y persianas y tranvías, todo lo que emerge en el que irónicamente piensa que en algún momento tendrá que ponerse a contar." Porque la zona es el lugar de la comunicación: de los personajes y del novelista.

A veces, una hebra de color rompe la habitual madeja gris. El juego inocente puede dar lugar a un momento de armonía: "fabricar alegremente un barrilete y remontarlo para alegría de los chicos presentes no representa una ocupación menor (...) sino una coincidencia con elementos puros, y de ahí una momentánea armonía, una satisfacción que lo ayuda a sobrellevar el resto". Son, dice Morelli, "brevísimos tactos de algo que podría ser su paraíso". No se pueden querer ni buscar; lo único seguro es que no los produce la cultura oficializada: "le puede ocurrir sentado en el WC, y sobre todo le ocurre entre muslos de mujeres, entre nubes de humo y a la mitad de lecturas habitualmente poco cotizadas por los cultos rotograbados del domingo" (74).

También a Oliveira le sucede algo semejante: atisbos, entrevisiones, adivinaciones, un pico del telón que quiere levantarse... Todo un capítulo, el 84, está dedicado a eso: "pienso en esos estados excepcionales en que por un instante se adivinan las hojas y las lámparas invisibles, se las siente en un aire que está fuera del espacio".

Una cancioncilla sentimental, en los años 60, cantaba estos magic moments, en los que parece que van a encajar las piezas del puzzle. Todos los hemos conocido, alguna vez. Apostilla Oliveira, con resignación: "No dura nada, dos pasos en la calle, el tiempo de respirar profundamente" (84).


Piolines

Al final de la novela juegan un papel importante los hilos de colores, a los que Cortázar llama piolines (en España, Piolín es, también, el pajarito desvalido, compañero de Carlitos --Charly Brown-).

Llevaba siempre Oliveira estos piolines, en los bolsillos. Fabricaba con ellos sus efímeras esculturas y luego las quemaba -fallas de la trasparencia. ¿A qué obedece este amor?: "Le gustaba que todo lo que hacía estuviera lo más lleno posible de espacio libre, y que el aire entrara y saliera, y sobre todo que saliera; cosas parecidas le ocurrían con los libros, las mujeres y las obligaciones..." (56).

Se encierra Oliveira en una habitación del manicomio, al final de la novela, y la llena de piolines como trampas para los que quieran penetrar en ella, defendiendo así su zona. Es un detalle de humor, en un episodio obviamente patético. (Al fondo está, quizá, el recuerdo de Marcel Duchamp, que, al llegar a la Argentina, puso en su habitación trozos de caucho de tamaños y colores distintos, impidiendo el paso.)

Mucho antes ha preparado el efecto. Los piolines son -nos dice al comienzo del libro- los misteriosos vínculos que enlazan al protagonista con la realidad: "entender el amor de la Maga, entender cada piolincito saliendo de las cosas y llegando hasta sus dedos, cada títere o cada titiritero, como una epifanía" (18). ¿Manejo yo las cosas o me manejan ellas a mí? Igual daría, si los piolines unieran dos mundos armónicos. Recordando esta frase, tan lejana, la broma del final posee mejor sentido.


La Rayuela

No sólo título del libro: metáfora central, figura básica que se desdobla en una cadena de imágenes.

Con este nombre, o con otros varios -tejo, marro...-, el juego infantil ha sido popular en muchas regiones de España. Con el mismo nombre lo cita, por ejemplo, Pío Baroja, en El cura de Monleón. Los elementos son siempre los mismos: una piedrecita que se hace pasar, empujándola con la puntera, de un cuadro a otro. Cortázar se ha fijado en una variante del juego que le permite el simbolismo, porque la primera casilla se llama "Tierra" y la última, la meta, "Cielo". Así se lo explicó a Luis Harss: "Cuando pensé el libro, estaba obsesionado con la idea del mándala, en parte porque había estado leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana. Además había visitado la India, donde pude ver cantidad de mándalas indios y japoneses (...) suele ser un cuadro o un dibujo dividido en sectores, compartimientos o casillas -como la rayuela- en el que se concentra la atención y gracias al cual se facilita y estimula el cumplimiento de una serie de etapas espirituales. Es como la fijación gráfica de un progreso espiritual. Por su parte las rayuelas, como casi todos los juegos infantiles, son ceremonias que tienen un remoto origen místico y religioso. Ahora están desacralizadas, por supuesto, pero conservan en el fondo algo de su antiguo valor sagrado. Por ejemplo, la rayuela que suele jugarse en la Argentina -y en Francia- muestra a la Tierra y el Cielo en los extremos opuestos del dibujo. Todos nos hemos entretenido de niños con esos juegos, pero en mi caso fueron desde el comienzo una verdadera obsesión."

El juego es mencionado repetidas veces, a lo largo de la novela. Lo ven Horacio y la Maga, en sus paseos de enamorados, sin rumbo fijo, por las calles de París: "deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo" (4).

Su amor queda identificado con la rayuela: "Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos de a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela..." (21). También simboliza la búsqueda del nuevo centro, una vez excentrado el habitual: "Eje, centro, razón de ser. Omphalos..." (2). Jugando con el término, Oliveira, cuando llama por teléfono desde la calle, está, a la vez, en la casilla -cabina- telefónica y empujando la piedrecita: "Sí, esta casilla no está mal" (100).

La reflexión sobre Morelli, situado ante la muerte, se une también a la del juego: "Morelli mirará a Carente. Un mito frente al otro. ¡Qué viaje imprevisible por las aguas negras! Una rayuela en la acera: tiza roja, tiza verde. CIEL. La vereda, allá en Burzaco, la piedrita tan amorosamente elegida, el breve empujón con la punta del zapato, despacio, despacio, aunque el Cielo esté cerca, toda la vida por delante" (113).

La figura básica se diversifica en otras. Junto a los dochards, en el puente sobre el Sena, Oliveira descubre el kibbutz del deseo: ""La esperanza, esa Palmira gorda", es completamente absurda, un borborigmo sonoro, mientras que el kibbutz del deseo no tiene nada de absurdo, es un resumen eso sí bastante hermético de andar dando vueltas por ahí, de corso en corso. Kibbutz: colonia, settlemente, asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro."

Otra figura es, también, el calidoscopio de los pederastas, en el coche de la policía, y el tercer ojo del Zen, que "parpadea penosamente debajo del hueso frontal" (62). En el circo, el agujero en lo más alto de la carpa: otra vez un centro, un ojo que se abre, un orificio, la posibilidad que tiene el hombre, alguna vez, de subir al cielo (43).

En el patio del manicomio también está dibujada: "Cuando pisaron la rayuela, ya cerca de la entrada, Traveler se rió en voz baja y levantando un pie empezó a saltar de casilla en casilla. En la oscuridad el dibujo de tiza fosforescía débilmente" (51).

Desde la ventana de su cuarto, observa Horacio cómo juegan los locos: "El 8 jugaba casi toda la tarde a la rayuela, era imbatible, el 4 y la 19 hubieran querido arrebatarle al cielo pero era inútil, el pie del 8 era un arma de precisión, un tiro por cuadro, el tejo se situaba siempre en la posición más favorable, era extraordinario. Por la noche la rayuela tenía como una débil fosforescencia y a Oliveira le gustaba mirarla desde la ventana" (54).

No es raro que sea un loco el que domine a la perfección el juego. Ese loco jugador de rayuela es también, para Horacio, la Maga, que sueña con alcanzar la última casilla: "el centro del mándala, el Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa abierta, a una extensión sin límites" (54).

Cuando se encierra en su cuarto, protegido por piolines y palanganas, Horacio va tirando las colillas al patio, desde la ventana: "los puchos caían sobre la rayuela y Oliveira calculaba para que cada ojo brillante ardiera un momento sobre diferentes casillas". En su desesperación, teme que le ataquen para "sacarlo-de-sus-casillas (por lo menos de la una hasta la ocho, porque no había podido pasar de la ocho, no llegaría jamás al Cielo, no entraría jamás a su kibbutz" (56).

El texto clave sobre la rayuela es el que cierra el primer libro, "Del lado de allá". En el camión de la policía, junto a los vagabundos y los pederastas, Horacio ha bajado a lo más profundo del pozo, se ha hundido en la mierda, como Heráclito, y ve ya que el camino del cielo es el del juego infantil: "La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo (...) lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (...) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato" (36).

En el suelo, la clochard hace el contrapunto musical: "Et tous nos amours." Eso.


EL PERSEGUIDOR


La búsqueda

Oyendo jazz, en un momento de desconsuelo, comprende Oliveira "cómo todo era esponjoso apenas se lo miraba mucho y con los verdaderos ojos" (18). Recordando el ridículo episodio con la pianista Berthe Trépat, todo quedará reducido a "lo de siempre, un agujero donde soplaba el tiempo" (23).

El lector de Cortázar reconocerá en Horacio Oliveira a un hermano de Johnny, el artista de jazz drogado del cuento El perseguidor, que alcanzó un día esta visión: "Sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros... Todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo." Aunque le detenga la policía -igual que a Johnny Cárter-, Horacio no es un perseguido sino un perseguidor, como todos los auténticos héroes de Cortázar.

Llegamos ya, me parece, al gran tema de Rayuela: la búsqueda. Humor, romanticismo, vitalismo, literatura y muchas cosas más son sólo ingredientes complementarios. La búsqueda, en cambio, está en el centro de toda la novela, multiplicada por medio de perspectivas, técnicas, figuras...

Se define Oliveira como buscador, apenas ha comenzado el libro: "Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas" (1). Así le ve también la Maga: "Horacio busca siempre un montón de cosas" (27). Su compleja relación con Talita no es amor, en el sentido habitual del término, sino "algo que estaba del lado de la caza, de la búsqueda" (47).

¿Qué es lo que busca? "Un nuevo orden, la posibilidad de encontrar otra vida" (27). La armonía con el mundo, la identidad del ser: ser un cuadro, no solamente mirarlo (3). Son, sobre todo, preguntas de tono existencial: "A ver, vamos despacio: ¿Qué es lo que busca ese tipo? ¿Se busca? ¿Se busca en tanto que individuo? ¿En tanto que individuo pretendidamente intemporal, o como ente histórico? Si es esto último, tiempo perdido. Si en cambio se busca al margen de toda contingencia, a lo mejor lo del perro no está mal."

Insiste, unas líneas más abajo: "¿Qué se busca? ¿Qué se busca? Repetirlo mil veces, como martillazos en la pared. ¿Qué se busca? ¿Qué es esa conciliación sin la cual la vida no pasa de una oscura tomada de pelo?" (125).

Resumiendo el sentido de Rayuela, vuelve Cortázar una y otra vez a la palabra clave: "Lo único que tenía era un repertorio de preguntas, de cuestiones, de angustias (...) tenía todo ese mundo de insatisfacción, de búsqueda del kibbutz del deseo, para usar la metáfora de Oliveira. Eso explica que el libro resultó un libro importante para los jóvenes..." Para los que sienten esa "oscura tomada de pelo...".

Cortázar concibe también toda su tarea creadora como una búsqueda. Un párrafo de su carta a Roberto Fernández Retamar -incluida en el segundo volumen de Último Round- lo resume definitivamente: "mi problema sigue siendo, como debiste sentir al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde el momento en que tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representa mi compromiso y mi deber".


Esa búsqueda, siempre.

Escribe Morelli: "no saben que (...) la cacería no tiene fin y que no acabará ni siquiera con la muerte de ese hombre..."(74).


Juegos

Los personajes de Rayuela se enredan en juegos interminables. Eso les permite asomarse a la otra realidad, la que de verdad nos importa: "Sólo en sueños, en la poesía, en el juego -encender una vela, andar con ella por el corredor- nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos" (105).

Sueña Morelli con un ajedrez indio que tiene sesenta piezas en cada lado, porque esa sería "la partida infinita" (154).

La vida entera se identifica con el juego, en Rayuela: "el juego está jugado" (93). Esa misma identificación es propuesta por Cortázar: "el hombre es un animal que juega (...) me sería absolutamente imposible vivir si no pudiera jugar". Y también, claro está, se extiende al oficio literario: "para mí escribir forma parte del mundo lúdico". J

ugar, sobre todo, supone romper los barrotes -trabajo, obligación, deber-, salir de la cárcel y ejercitar la libertad: "otra libertad más secreta y evasiva lo trabaja, pero solamente él (y eso apenas) podría dar cuenta de sus juegos" (74).

Los lectores jugamos a la rayuela.


La libertad, el jazz

Frente a los rótulos, ceremonias o normas de cualquier tipo, la libertad es el aire fresco que necesitamos respirar. Toda la novela expresa ese anhelo permanente. No le importa a Cortázar, incluso, reincidir en un viejo tópico sentimental: "Es más agradecido... -Agradecido -repitió Oliveira-. Mira que agradecerle al que lo tiene enjaulado. -Los animales no se dan cuenta. -Los animales -repitió Oliveira" (72).

Esa sería, también, la definición, el resumen de lo que es la Maga: "la libertad, única ropa que le caía bien a la Maga" (5). Como un aire muy puro, no es tan fácil acostumbrarse a respirarlo. La contradicción resulta especialmente patética en el amor, que da la libertad al quitarla: "nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota" (2). No es ésta una de las menores tragedias que presenta el libro. Ni una de las más lejanas.

Ése es, en fin, el atractivo último del jazz. Como un pájaro libre, "un modesto ejercicio de liberación" (12): la indeterminación, la búsqueda personal, "una música que permitía todas las imaginaciones...", una definición de libertad distinta a la que enseñan en las escuelas...

Es la libertad auténtica "eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa" (17). Una libertad que hay que usar libremente, aunque asombre a los demás y acabe en "pequeñas catástrofes irrisorias" (74). Pequeñas o grandes. Por eso, escribo tu nombre.


"El amor, esa palabra"

¿Sorprenderá que hable de romanticismo, a propósito de Rayuela? Espero que no. A pesar de la lucidez irónica y crítica (unido a ella, en realidad), hay en la novela un fuerte elemento romántico: romanticismo, eso sí, puesto al día y despojado de hojarasca retórica.

La novela nos da, por ejemplo, ese atractivo de la vida bohemia, con algo de Verlaine o Picasso, pero más cerca de los hippies o las comunas. Lo bonito del grupo amistoso es la ilusión de estar juntos al margen del mundo. La creación de "esa atmósfera donde la música aflojaba las resistencias y tejía como una respiración común, la paz de un solo enorme corazón latiendo para todos, asumiéndolos a todos" (16). No otra cosa hemos buscado todos, alguna vez, oyendo discos, juntos.

En contraste con tantos momentos de lucidez desolada y con la aparente frialdad de los bohemios, se dan en la novela momentos tan líricos como la carta al niño Rocamadour (capítulo 32), verdadero planto conmovedor: "... y te quiero tanto, Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete...". Capítulos como éste bastarían para demostrar la calidad de escritor que posee Cortázar.

El protagonista, Horacio, aparentemente es muy frío, casi inhumano en ocasiones. Y, sin embargo, "todo le duele, hasta las aspirinas le duelen" (17). Sólo el pudor impide usar la palabra "sensibilidad".

Todo el capítulo 22 está dedicado a la soledad, a la incomunicación. Y Morelli no es sólo el sabio misterioso; es, también, un pobre viejo que está solo en la vida con sus gatos y sus libros, sin más familia, al que un día atropella un coche y va a parar al hospital. (Todo eso, por supuesto, se nos dice con enorme cuidado para no rozar el tópico sensiblero.)

Rayuela, fundamentalmente, es la historia de la relación con la Maga, una historia sentimental ya concluida, vista desde el recuerdo: "Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo, sino el idioma de los sentimientos" (21), etc.

En la segunda parte se trata de dar un nuevo sentido al triángulo tradicional (Traveler-Talita-Oliveira), de encontrar una nueva forma de amor, peligrosa y fascinante porque todavía no ha sido explorada. Me extraña que no se haya señalado la cercanía y la posible influencia de Julex et Jim, la película de Truffaut.

Rayuela es novela romántica, novela de amor, novela sentimental, novela erótica: "Sí -dijo la Maga-. Si hablamos de amor hablamos de sexualidad. Al revés ya no tanto" (27). En un romanticismo de la segunda mitad del siglo xx, no podía ser de otra manera.

En medio de otras mil cosas, se nos habla de "amores infinitamente amargos" (17). Notemos el calificativo, irónico y serio a la vez, como siempre. Nos explica la novela que "lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro" (17). Canta la gloria del amor físico con la Maga (5). Dedica un capítulo (el 7) a un beso. Pasar el brazo por la cintura de la Maga también puede ser una explicación del mundo (9). No sería inadecuado, creo, hablar de neorromanticismo.

Va unido el amor a la búsqueda existencial. Habría que "reinventar el amor como la sola manera de entrar alguna vez en su kibbutz" (36). Al besarse, alcanzan la "última casilla de la rayuela, el centro del mándala" (54).

Al buen amor, tal como lo entiende Oliveira, se dedica el capítulo 93. No se queda en sí mismo, sino que es llave, invitación al salto: "Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llama a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitas a saltar y no puedo dar el salto..."

El amor es, también, una serie de gestos mil veces repetidos: "Hasta que las manos empezaron a tallar, era dulce acariciarse las manos mirándose y sonriendo, encendíamos los Gauloises el uno en el pucho del otro, nos frotábamos con los ojos, estábamos tan de acuerdo en todo que era una vergüenza." Y asombro, autoironía: "Al despedirnos éramos como dos chicos que se han hecho estrepitosamente amigos en una fiesta de cumpleaños y se siguen mirando mientras los padres los tiran de la mano y los arrastran, y es un dolor dulce y una esperanza, y se sabe que uno se llama Tony y la otra Lulú, y basta para que el corazón sea como una frutilla y..."

Sentimentalismo contenido y depurado, pero sentimentalismo, al fin. Rayuela -creo-, novela romántica. Citaré el testimonio de su autor, en una carta que me escribió el 14 de noviembre de 1973: "También (y aquí usted es el único) tiene mucha razón al hablar de romanticismo. Vaya si la tiene. Yo soy un tipo increíblemente cursi, y no lo lamento porque, al igual que el humor, creo que sé potenciar mis cursilerías y mis romanticismos a veces muy baratos y, de alguna manera, convertirlos en otra cosa, una especie de fuerza incontenible de los sentimientos, esa capacidad prodigiosa de reír o de llorar que tienen las gentes sencillas, y que tanto les envidiamos los intelectuales. Mi romanticismo es de baja ley; todavía hoy una balada escocesa cantada con la voz engolada que corresponde, me arranca lágrimas, y una vez por semana salgo llorando del cine o del teatro, es realmente horrible, pero tan hermoso. Creo que en Rayuela, por suerte, hay otros planos del romanticismo, los que usted señala con toda justeza; y también creo que la conclusión es exacta, y que los jóvenes amaron Rayuela porque los colmó en esa región de la sensibilidad todavía no resecada por las experiencias de la vida."

"Pero el amor, esa palabra..." Así concluye el capítulo 6 y así comienza el 93. Una y otra vez se insiste en la incomunicación, en las trampas que nos pone el lenguaje convencional: "Sabes, es tan difícil decirte: te quiero" (108).

"Todo en ti fue fracaso", cantaba el Pablo Neruda juvenil. No todo, necesariamente: "Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco" (48). Aunque que tengamos que usar palabras sobadas, a pesar de todo, éste es el balance: "y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo" (93).

La Maga y la literatura son, aquí, los dos únicos caminos (48) y un capítulo desemboca en un canto al cono de la mujer amada, un abismo donde "todo se resume, alfa y omega" (144): una nueva figura de la Rayuela, su última casilla, el Cielo.


Inventar el mundo

Para Oliveira, vivir auténticamente es elegir con libertad, inventar. Incluso al dar un beso, "me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara..." (7).

De ahí el papel trascendental y verdaderamente realista de la imaginación creadora, del arte auténtico: "Todo es escritura, es decir fábula." ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser "invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura..." Irónicamente añade: "todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas" (73). Las fórmulas que empleamos habitualmente, todo ese arsenal -incluso el del propio escritor- "era demasiado tonto" (5). Hay que reinventar la vida a cada instante, como un artista auténtico que no se repite jamás, aunque tiene su estilo.

Del mismo modo que "el amor juega a inventarse" (92), la solución será inventar el mundo: "Puede ser que haya otro mundo dentro de éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los días (...). Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en éste, pero como el agua existe en el oxígeno y el hidrógeno, o como en las páginas 78, 457, 3, 271, 688, 75 y 456 del diccionario de la Academia Española está lo necesario para escribir un cierto endecasílabo de Garcilaso. Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla entendemos generarla" (71). Generarla leyéndola o escribiéndola, claro: viviéndola.

Inventar el mundo, crear la realidad... En Rayuela, "hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja".

Igual sucede en un poema de Último Round:

Todo mañana es la pizarra
donde te invento y dibujo.

Y en otro poema, titulado precisamente Doble invención:

Creo que soy porque te invento (...)
y tú en esa vigilia alientas
la sombra con la que alumbras
y el murmurar con que me inventas.

Para eso, también, escribe Cortázar: "Cambiar la realidad es, en el caso de mis libros, un deseo, una esperanza. Y en otra ocasión, más tajantemente: "sigo creyendo, con Rimbaud, qu'il faut changer la vie, que haya que cambiar la vida".

Para intentarlo, el hombre debe estar abierto: "abierto a la claraboya, a las velas verdes, a la cara de corderito triste de la Maga, a Ma Rainey que cantaba Jelly Beans Blues" (18). El hombre no ha sido creado sólo para la vida habitual: "lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa. Entonces, claro..." (15). Nótese que no se concreta más, sólo se apunta. En términos generales, "un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre" (17); más de lo que es, menos de lo que puede ser.

Desemboca todo en la noción -central en el libro- del hombre nuevo. En Rayuela no tiene todavía un contenido político concreto; es el hombre que está creando continuamente la realidad, que incesantemente se está creando a sí mismo. Y la novela, para Cortázar, debe ayudar a su nacimiento, colaborar "en esa antropofanía que seguimos creyendo posible" (79).

Quizá hoy -anota Morelli- está concluyendo la era del homo sapiens y nace otra, pero, ¿cuál? La único que cabe afirmar es que "el hombre no es sino que busca ser, proyecta ser" (62).

"Despojaos del hombre viejo", nos incitaba una epístola de Pablo. Rayuela nos empuja a seguir intentando el salto.


"Reconciliación"

Al final de la novela, Horacio desciende a los infiernos, bebe una poción mágica -esto es, una cerveza fresquita-, visita a los muertos... Después de tantas idas y venidas, del lado de acá, de allá y de todos los lados, ha tocado fondo. ¿Qué salida queda todavía, para él? En el momento de la crisis aguda, piensa en el suicidio. (Algunos críticos opinan que llega a suicidarse; creo que no lo han entendido bien.)

Le salva su amigo Traveler, que, en circunstancias difíciles, le da su confianza: habla amistosamente con él y luego le deja solo, como quería. El gesto de amistad de los dos provoca un clima de armonía, aunque sólo sea un instante; por eso Oliveira no se suicida, aunque irónicamente afirma que hubiera sido lo mejor: "Diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia afuera y dejarse ir, paf se acabó" (56).

¿Por qué no se deja caer en la rayuela, pintada en el suelo del patio? Cortázar lo ha explicado, en otra ocasión, con toda sencillez: "Él acaba de descubrir hasta qué punto Traveler y Talita lo aman. No se puede matar él después de eso."

Así es, desde luego, pero, ¿qué ha encontrado Oliveira en ese gesto? Después de tanto análisis intelectual y tanta irrisión de los convencionalismos, lo que realiza Horacio -por más que le avergüence- es "el reingreso en la familia humana" (54).

Descubre cosas tan sencillas como el sentimiento de hermandad: "Oliveira cerró los ojos y pensó que todo estaba tan bien así, que realmente Traveler era su hermano." El amor: "cuánto amor en ese brazo que apretaba la cintura de una mujer". La bondad auténtica: "no había palabras para contestar a la bondad de esos dos ahí abajo, mirándolo y hablándole desde la rayuela...".

Ha vuelto a encontrar lo que ya no creía posible: simplemente, "una vida digna de ese nombre". La vraie me... Ya no está ausente, ya no. Es posible el encuentro, aunque sea instantáneo: "... todo era como un maravilloso sentimiento de conciliación y no se podía violar esa armonía insensata pero vivida y presente..." (56).

En cierto modo, suicidarse hubiera sido, también, eternizar ese instante de armonía, impedir que el tiempo lo destruyera. Ya no hace falta: aunque se trate nada más que de un momento, es suficiente para probar que su búsqueda sí tenía un sentido.

Ha alcanzado, por fin, Oliveira lo que todos ansiamos, la reconciliación: con el mundo y con nosotros mismos. Ha concluido el camino, la rayuela: "No es búsqueda porque ya se ha encontrado" (125).


"En fin, literatura"

La búsqueda, pues, desemboca en un encuentro. Así nos lo revela el párrafo -a mi modo de ver- clave para entender y resumir el sentido de la novela: "Se entraría al camino que lleva al kibbutz del deseo, no ya subir al cielo (subir, palabra hipócrita, Cielo, flatus vocis), sino caminar con pasos de nombre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos pero en el mismo plano, como el Cielo estaba en el mismo plano que; la tierra en la acera roñosa de los juegos, y un día se entraría en el mundo donde decir Cielo no sería un repasador manchado de grasa, y un día alguien vería la verdadera figura del mundo, patterns pretty as can be, y tal vez, empujando la piedra, acabaría por entrar en el kibbutz" (36).

Ése es el sentido del juego de la rayuela, de la novela Rayuela. Para Cortázar, la realidad actual del mundo siempre es incompleta. Estamos en la prehistoria de la verdadera vida humana. Hemos de buscar una salvación individual que sea, a la vez, salvación de todos. Pero esa verdadera vida humana no hay que colocarla fuera del tiempo o del espacio; es terrestre (recuérdese: "Cielo, flatus vocis"), histórica: "Esa verdadera realidad, repito, no es algo por venir, una meta, el último peldaño, el final de una evolución. No, es algo que ya está aquí, en nosotros. Se la siente, basta tener el valor de estirar la mano en la oscuridad." La poesía nos da una entrevisión de esa realidad, como el sueño o el amor (99).

. . .

Llegamos ya al final de esta Introducción, tan prolija, tan alejada de la frescura que posee el relato. Recordemos, brevemente, algunas casillas por las que hemos pasado.

Responde Rayuela a un momento histórico, a una década, los 60, que quizá fue gloriosa -en nuestro país, no era fácil advertirlo-: Beatles, boom hispanoamericano, hippies, John Kennedy, Bob Dylan, ilusión prima della revoluzione... A la vez, ha quedado como un clásico de la novela contemporánea -por eso se incorpora hoy a esta colección.

Nace Rayuela con ambición de novela total, de "libro que es muchos libros", de Biblia en prosa... Además de contar una historia, plantea problemas existenciales, se abre a toda clase de cuestiones. Recoge lo mejor de la herencia que dejaron las vanguardias y la literatura fantástica. Intenta ser una obra comprometida con el hombre, oreada por el viento de la libertad creadora. La verdadera vida -nos dice- está ausente: es preciso inventar otra vez el mundo, crear el hombre nuevo, que no es sólo ni principalmente racional. Se burla de convencionalismos y ceremonias, canta apasionadamente a la libertad en todos los ámbitos -en la música, al jazz.

Todo eso se expresa sin grandilocuencia, mirando "el culito al aire de Rocamadour", con ironía permanente, con un humor del que nada queda excluido.

Con Rayuela nos hemos reído a carcajadas. Es también, creo, un libro "de un romanticismo inaguantable". Además de reír, quizá nos hace "llorar de amor hasta llenar cuatro o cinco palanganas". El amor y la literatura -nos dice- son los dos únicos caminos.

Abundan en Rayuela las novedades de técnica y estructura narrativas: tablero de dirección, collage, "figuras", lenguaje musical... Reflexiona sobre la literatura y lleva a la práctica, a la vez, esa reflexión. Exige la colaboración de un lector activo, que ayude a crear el libro: un lector cómplice. Quiere ser una obra abierta para un lector también abierto.

La vocación de trascendencia no excluye el juego, sino que va unida a él: juego con las palabras y las ideas, juego infantil y adulto, nostalgia permanente de la pureza perdida junto a los tangos, las bromas con los amigos, las cuerdecitas de todos los colores. Todo revuelto, en la misma frase -enumeración caótica y vital- que avanza y retrocede, se deshace a sí misma, se balancea sobre el abismo...

Defiende en teoría y lleva a la práctica la anti-novela... novelesca: la que se sale de las huellas habituales y, sólo por eso, supone ya una tarea revolucionaria.

Los amigos del Club hablan y hablan de todas las cosas de este mundo -de todos los mundos. Parece continuar Rayuela la tradición de la gran novela intelectual europea: Thomas Mann, Hermann Hesse, Pérez de Ayala, Aldous Huxley... La riqueza cultural no es obstáculo para el vitalismo. Sin embargo, no la llamaría yo novela intelectual sino novela poética, que busca "fijar vértigos" y persigue iluminaciones.

Una parte no pequeña del libro presenta la reunión de los amigos bohemios, con sus bromas y digresiones de todo tipo. El final de esa reunión es, en cierto modo, un final pequeñito para el libro, un comienzo de esa conclusión (capítulos 58-131-58...) que nunca se completará del todo. Concluye el capítulo -y el episodio- con estas palabras: "En fin, literatura." Eso es lo que queda después de dar un repaso a la historia del jazz y de barajar lo divino y lo humano. Eso es, en fin de cuentas, lo que nos ofrece Rayuela. La búsqueda existencial nos emociona porque Cortázar ha logrado convertirla en obra de arte.

Así, Rayuela tiene algo, inevitablemente, del pez que se muerde la cola: literatura que intenta ser más que la literatura, pero que, en definitiva, no puede seguir siendo otra cosa que literatura. Esa es la ambición y esos son los límites de la novela. El protagonista de Cortázar es un buscador, un perseguidor: "buscar era mi signo...". A partir de Johnny Cárter, así sucede siempre en sus relatos. El músico de jazz, como Horacio Oliveira, había buscado toda su vida "que esa puerta se abriera al fin".

Los amigos descubren la obra de Morelli: "Etienne, que había estudiado analíticamente los trucos de Morelli (cosa que a Oliveira le hubiera parecido una garantía de fracaso)..." Es, más o menos, lo mismo que he hecho yo con Rayuela: un análisis, otra garantía de fracaso... Más que analizar, he buscado que unos párrafos iluminen a otros. He prescindido de la crítica y he citado muchas frases de la novela, casi una antología: la selección y el orden serían lo único que yo he hecho. Con todas sus limitaciones, ha sido -por supuesto- una labor de lector cómplice, más que de crítico profesional.

La novela afectó especialmente a los jóvenes, y sigue afectándolos. Quizá sea más atractiva para los que no han adquirido todavía el hábito de transigir, renunciar y adaptarse. O para los que sienten la nostalgia de cuando ellos también eran así.

"¿Encontraría a la Maga?" Muchos la hemos encontrado, en Rayuela, y ya no la perderemos nunca.


ESTA EDICIÓN

Como he señalado, esta es la primera vez que Rayuela se incorpora a una colección de clásicos. Siempre he sido partidario de editar los textos contemporáneos que lo merezcan con idéntico rigor que si se tratara de una comedia de Lope o Calderón. En el caso de la novela de Cortázar, no era básico el problema textual. Me he basado en la segunda edición (Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1965) porque, como afirma Robert Brody, "all editions after the second contain identical text and pagination".

Así pues, mi trabajo se reducía, en la práctica, a la introducción y las notas. Como ya ha comprobado el lector, a la hora de redactar la introducción decidí prescindir casi por completo de poner notas y presentar, en la medida de lo posible, una nueva lectura de Rayuela "desde dentro". En vez de las habituales referencias a los críticos, se multiplicaron las citas de la propia novela: un enorme mecanismo o tapiz en el que unas partes explican o sostienen a las otras. Si se sabe leerlo adecuadamente, el libro ofrece datos suficientes para resolver cada uno de los problemas -y no son pocos- que plantea. Agradezco a los rectores de esta colección haber aceptado ese criterio, que no es habitual en ella.

En cambio, he multiplicado mucho las notas al texto de la novela. Sigo, así, el camino de mis ediciones de Ramón Pérez de Ayala -en esta misma colección, Belarmino y Apolonio y A.M.D.G. Además de manía personal, creo que ese aumento responde a las peculiaridades de un texto como Rayuela. Nunca había realizado un trabajo tan amplio, en este campo. Lo bueno y lo malo, a la vez, de esa tarea es que he tenido que asomarme a campos no literarios: las calles de París, la pintura clásica y contemporánea, la música clásica, el jazz, las canciones modernas, los mitos de la cultura popular, el deporte, el cine, los viejos cafés... A todas esas cosas soy aficionado, simple aficionado. Anotar Rayuela ha sido, ciertamente, una tarea de locos. El lector advertirá, seguramente, en mi queja, lo bien que lo he pasado, haciéndolo.

Recuerdo una mañana en que, después de charlar sobre jazz y sobre Woodie Allen, le planteé a Julio Cortázar la conveniencia de publicar una edición minuciosamente anotada de Rayuela. Me miró, horrorizado, y se apresuró a acumular excusas: su vida era ya muy complicada, viajaba continuamente, le faltaba tiempo para su labor de creación... Había entendido que le estaba proponiendo que fuera él quien realizara ese trabajo. Cuando le aclaré que yo pensaba nacerlo, suspiró, aliviado. Quizá por eso dijo que le parecía una idea magnífica y que yo era la persona más adecuada, etc.

A muchos lectores puede molestar el número o la extensión de las notas. Como otras veces he dicho, tienen en sus manos una solución bien sencilla: saltárselas, leer sólo el texto de la novela. Eso es lo esencial, desde luego. ¿Por qué las incluyo, entonces? Porque ofrecen una información complementaria que a otros lectores -creo- puede resultar útil.

Desde una perspectiva formalista, se puede argumentar que toda esa información es innecesaria, ya que la novela crea su propio cosmos, autónomo, que nada tiene que ver con el mundo externo; que las calles de Rayuela, por ejemplo, no son las calles de París, aunque coincidan en el nombre. Bueno... Yo no creo eso, aunque me hubiera sido mucho más cómodo creerlo.

Al revés. Me temo que, en esta edición, faltan, todavía, no pocas notas. Muchas veces me ha sido imposible localizar un dato, un nombre, una cita disimulada. Y, en otros casos, estoy seguro, habré trabucado las referencias. (No he querido recurrir al novelista, que hubiera podido solucionar mis dudas, pues me parece una práctica viciosa, hoy demasiado extendida. A partir de cierto nivel de notoriedad, cualquier escritor se ve obligado a dedicar más tiempo a los presuntos estudiosos que a su propia obra.) Teniendo en cuenta el campo, verdaderamente amplio, a que he tenido que asomarme, confesar esos fallos no me parece ningún desdoro. Y agradeceré la colaboración de los lectores para que, si se produce una nueva edición, sea mejor que ésta.

Piensan algunos que poner notas supone, simplemente, copiar de una enciclopedia. En este caso, créanme, no ha sido así. Para los argentinismos, por supuesto, he buscado el respaldo del Diccionario de la Real Academia Española y de algunos diccionarios de americanismos. En lo demás, no es raro que una nota me haya supuesto una verdadera investigación, la consulta de varios libros (guías, repertorios, catálogos...), además de dar la lata a no pocos amigos.

Advertirá el lector la desigualdad de estas notas. No sólo se debe a mi ignorancia. Cuando se trataba de temas o personajes muy conocidos, me he limitado a dar los datos básicos, como simple recordatorio. Ejemplo claro: si la novela alude a "Ludwig van", me limito a anotar "Beethoven", por si alguien no caía en ello. No digo nada de los grandes escritores españoles. Para los maestros bien conocidos, me limito a recordar fechas y alguna obra. En cambio, me extiendo cuando se trata de un personaje o acontecimiento más olvidado. En cualquier caso, además, recuerdo su presencia en alguna otra obra de Cortázar.

Es bien sabido que todos tenemos una imagen teórica, ideal, de nuestro destinatario, cuando escribimos cualquier cosa. También sucede así cuando escribimos algo tan poco creativo como las notas que irán a pie de página, en la edición de un texto clásico. He pensado en el lector medio de esta colección, por supuesto. No será un analfabeto ni tampoco uno de esos "nuevos analfabetos" que describió Pedro Salinas: ni unos ni otros es verosímil que intenten leer este libro. Tampoco creo que lo lean muchas personas que posean una cultura tan vasta como la de Cortázar. Al lector medio, tal como yo lo imagino, sí le proporcionarán esas notas alguna información que no poseía.

¿Para qué pueden servir todas esas referencias? Para dos cosas, me parece. Ante todo, para apreciar la coherencia de todos los datos culturales que utiliza Cortázar. Al revisar los paseos por París, las listas de pintores franceses de comienzos de siglo o los músicos que cita Berthe Trépat, he podido comprobar que no hay en todo ello nada de arbitrariedad o esnobismo: todas las teselas encajan a la perfección en el mosaico, como prueba clarísima de la familiaridad con que se mueve Cortázar en los distintos ámbitos culturales.

A la vez, creo sinceramente que estas informaciones, por muy secundarias que sean, pueden servir al lector para que entienda mejor y disfrute más con la novela. Si no creyera eso, no me hubiera tomado todo este trabajo.

Las notas a pie de página se prestan también a un cierto juego textual, que el propio Cortázar ha practicado en Un tal Lucas y en todos sus libros-collage.

No han sido redactadas las notas por una perfecta computadora, sino por una persona. En este caso, creo que reflejan muy claramente sus conocimientos y sus ignorancias, sus debilidades y sus locuras. No me parece exagerado suponer que -para bien y para mal- son notas personales. Como escribió el propio Cortázar, "citar es citarse, ya lo han dicho y hecho más de cuatro, con la diferencia de que los pedantes citan porque viste mucho, y los cronopios porque son terriblemente egoístas y quieren acaparar a sus amigos..." (La vuelta al día en ochenta mundos, pág. 9).

A muchos amigos he tenido que recurrir, en una tarea que me desbordaba por tantos lados. Quiero dejar constancia de mi agradecimiento, por toda su ayuda, a Mabel Almansa, Rocío Arnáez, Gustavo Domínguez, Manuel y Emilio Fontán, Cristina Garmendia, María Dolores Lozano, Sylvia Martín, Ángel Pavlovsky, Pedro Sánchez Montero y Federico Sopeña; a María José López de Arriba, Pilar Martínez González y Magdalena Rodríguez Alfageme, bibliotecarias del Departamento de Literatura Española de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense, que casi me han hecho reconciliarme con un mundo que tanto he criticado; y a Manuel Bonsoms, por la competencia y el afecto con que ha ayudado a la edición de este libro.

Toda esta tarea tenía una finalidad: ayudar al lector para que acompañe a Oliveira y la Maga, empujando la piedrecita y saltando, una a una, por las casillas de la rayuela, desde la Tierra hasta el Cielo: "y un día quizá se entraría en el mundo...", en la verdadera vida. Por el momento, consolémosnos, leyendo Rayuela.


POSDATA

Cuando estaban ya corregidas las pruebas y a punto de aparecer este libro, ha muerto en París Julio Cortázar. Así, inevitablemente, cambia un poco la perspectiva: el escritor ha entrado definitivamente en la historia de la literatura y Rayuela -como aquí se proponía- es ya aceptada casi unánimemente como una obra clásica.

Estaba yo esos días en París: había ido al estreno de Luces de Bohemia en el Teatro de Europa y a contarle a Cortázar cómo había quedado este libro. Ya no pudo ser, pero estuve en el cementerio de Montparnasse el 14 de febrero de 1984, la mañana fría y soleada en que fue enterrado. He añadido, ahora, una foto de ese día.

Me han animado a hacer este trabajo varias cosas: el deseo de pasarlo bien, la ilusión de ayudar a algunos lectores a penetrar en el mundo de Rayuela y, también, la esperanza de que le gustara a su autor. No lo ha podido ver, pero queda, ahora, como muestra de agradecimiento y homenaje a Julio Cortázar. Para él, como para Johnny, su personaje, quizá esa puerta se ha abierto, al fin. Y sus libros quedan, en nuestras manos.

Andrés Amorós. Febrero de 1984.

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Julio Cortázar; Rayuela, Edición dirigida por Andrés Amorós, Madrid, Editorial Cátedra, 184

Agradezco a Cristian de Un París de la mente por enviarme este texto


 


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Especial 2003 - Cuarenta años de Rayuela


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