Rayuela y su lector
  JULIO CORTAZAR ENTRE TODOS LOS JUEGOS
 
La obra de Julio Cortázar (1914-1984) no parece cómoda en la historia de la literatura (entre los órdenes del pasado), quizá porque su escenario más propio es la actualidad de la lectura (el devenir del presente). Maleable, manual, desarmable, se debe al proceso abierto por su poética operativa. Por eso, la obra de Cortázar disputa el lugar de la literatura entre los discursos normativos y dominantes. No leemos a Julio Cortázar desde la tierra firme nacional, tampoco desde alguna verdad disciplinaria y mucho menos desde la autoridad impositiva del escritor público. Lo leemos desde la orilla donde el lenguaje se despliega como un cosmos emotivo. En ese devenir de empatía, imantación, asombro y zozobra, el relato se abre. Se proyecta en una próxima página, traza el trayecto de una nueva lectura, afirma el proyecto de otro lector. Cortázar hizo del español, como nadie, la materia del habla de la  intimidad. Se trata de una voz hospitalaria; empezamos a leerlo y nos sentimos en casa. Si habláramos así nos reconoceríamos mejor.

Como toda obra mayor, la de Cortázar ha conocido varias etapas de lectura, algunas de ellas previsibles. Primero fue el entusiasmo de lectores cómplices, ligeramente biográficos, que llevaban una aura cortazariana. Hubo, soy testigo, una tribu de lectores  que deambulaban como personajes de un cuento a otro, haciendo méritos de cronopios, o creyendo formar parte del Club de la Serpiente, el grupo de artistas dedicado a la “patafísica” en Rayuela. Otros lectores, más bien académicos, encontraron en las novelas una antropología sentimental, cierta filosofía benéfica, vagamente orientalista y, al final, metafísica. Más recientemente, no han faltado lectores que han pretendido separar al Cortázar de la imaginación fantástica del Cortázar del compromiso político, y han terminado separándose de él. Ignoran que en su obra el lugar del otro fue siempre una demanda del diálogo. Hasta en los momentos de mayor entusiasmo anarquista, Oliveira descubre que la moral del artista no es individual sino comunitaria. Esto es, el Yo recorre toda la agonía de su búsqueda para encontrarse en el Otro. Tampoco se puede olvidar que en sus textos más políticos Cortázar reclamó siempre por la imaginación y la diferencia.

En su propio país, aunque había logrado forjar lectores consecuentes, Cortázar fue pronto descartado como cosmopolita por un intenso movimiento anti-cortazariano, que sobre ese gesto de derroche afirmó el valor del nacionalismo. También Borges había sido descartado por un razonamiento paralelo, pero Cortázar fue percibido, si no me equivoco, como más extranjero aún, porque había afincado en París, y sus referencias locales y hasta su habla porteña resultaban anacrónicas. Pronto, como en los tangos, pasó del rechazo al olvido. Sólo los más jóvenes lo rescataban, en Buenos Aires, como un término de referencia interior. Hoy vemos que los mejores continuadores de su proyecto fueron, en primer lugar, Néstor Sánchez, narrador argentino muerto hace poco, quien empezó a escribir a partir de la primera página de Rayuela unas novelas casi olvidadas pero no menos valiosas (como Nosotros dos y Siberia blues), que Cortázar de inmediato reconoció y recomendó. En contra de la conversión dominante del escritor en figura del mercado, Sánchez optó por un anarquismo radical, se convirtió en clochard, en una suerte de Horacio Oliveira sin relato, en un París sin Rayuela. El gran narrador cubano Antonio Benítez Rojo, cuya aventura de escritor es poco pública y más íntima, se exilió de la Cuba por la que Cortázar apostó, pero se forjó un Caribe sin centro y expansivo, como un universo legendario, donde situar su obra imaginativa, heredera de ese hechizo de la historia. En sus cuentos de la vida habanera, entre la fluidez cotidiana y el abismo del pasado, Benítez Rojo dialoga fecundamente con los cuentos de Cortázar, y lo hace afirmando su propio diseño. Pero el cortazariano más feliz es Alfredo Bryce Echenique, cuya voz se hizo en la intimidad del diálogo propuesta por el habla de los cuentos del maestro. Desde esa dicción acogedora, donde la palabra adquiere el poder de transparentar a los interlocutores, Bryce Echenique forjó su propia entonación, entre el humor bufo y la poesía de los afectos. En La vida exagerada de Martín Romaña Bryce puso al revés el programa de Rayuela: París ya no es la fuente propicia sino la tribuna de los latinoamericanos inevitables, llenos de convicciones y ningún remordimiento. Sus personajes pasan el día en las terrazas de los cafés recordando que, desde Lima, París era mejor; ahora, concluyen, a la Ciudad Luz se le han volado los plomos. El mexicano Juan Villoro, así mismo, reconoce en sus cuentos la gracia poética cortazariana, esa flexibilidad de la forma y plenitud argumental, que él maneja, además, dentro de una composición precisa y rica de tensiones anímicas. Cualquier noticia de este linaje tiene que culminar con el argentino Rodrigo Fresán, cuya poética performativa empieza desde la libertad exploratoria y el gusto por el riesgo de la prosa cortazariana; y sigue con el despliegue gozoso de su propio talento. De Cortázar a Fresán, la literatura ha dado la vuelta y nos devuelve un presente ya sin fronteras. Cortázar se nos adelantó liberando para todos nosotros el lugar desde donde escribimos y leemos.

El propio Cortázar entendió que sus lectores habitaban dos hemisferios polares: aquellos que preferían sus cuentos eran una tribu distinta a quienes preferían sus novelas. Recuerdo bien la vez que me lo comentó: reconocía ese hecho como una pregunta por su propia obra, deduje, aunque la distinción me pareció retórica; uno podía pasar del cuento a la novela sin pelearse con su sombra. Pero hoy me parece que Cortázar había intuido alguna divergencia íntima en su propia obra, y que no tenía respuesta para ese dilema. En una página de su La vuelta al mundo en ochenta días  reconoce a la tribu de Rayuela. (A mí me tenía del lado de la novela, y con razón). Probablemente, la diferencia deriva del sistema narrativo divergente. Los cuentos se imponen al lector como suficientes y, a veces, perfectos: revelan abismos, carecen de explicaciones, están hechos de asombro y perplejidad, pero su ejecución posee el impulso límpido y el brío tramado de un movimiento musical completo. De cara al trasfondo inexplicable que recuentan, algunos de esos cuentos pueden incluso agotar las explicaciones, y muestran a veces cierta prolijidad de alternativas, casi la saturación de un horror al vacío. Así ocurre en “Axolotl,” que prodiga, con gran elocuencia, eso sí,  posibilidades de sentido común. En cambio, en las novelas, la subjetividad no está del otro lado del lenguaje, y encarna de inmediato en la voz. En Rayuela y en 62, modelo para armar, todo está tocado por el arrebato de una voz hecha de vehemencia expresiva, ternura cierta, nostalgia ardida, humor disolvente, y furor poético. La diferencia radica en el sistema: el cuento es el mapa exacto de un asedio; la novela, un proyecto de vida.

Pienso que para evitar una lectura sentimental, por un lado, y filosofante, por otro, ambas saturantes del desafío imaginativo que Cortázar nos propone, hace falta leer las convergencias internas de los cuentos y las novelas; en una escritura que excede tanto las obligaciones veristas como los moldes genéricos. Julio Cortázar fue indudablemente un maestro de la sutiliza del cuento y un explorador de la diversificación formal de la novela. También es cierto que muchos de sus cuentos son prosas, estampas, fragmentos, notas, cuya escritura tentativa, fragmentada y poética, es parte de la indagación de Rayuela. Para decirlo de otro modo, el cuento pone en tensión lo legible, y dice más de lo que comprueba. En cambio, la novela es una lectura a posteriori, el relato de una aventura de leer (rescribir) lo perdido (vivido) a nombre de lo des-conocido. Pero en ambos casos, la lectura es la dinámica del conocer poético, y discurre entre estaciones de fusión feliz y disolución dramática. El sujeto recobra, con las palabras, el milagroso instante de su paso.

Quiero desarrollar, en lo que sigue, la hipótesis de que ese paso, pasar y pasaje es el juego. Esta obra parte de su exploración de la naturaleza del juego, a favor de su variación permanente, que es un comienzo que no se agota. Recomienzo ensayado no sólo para abolir el azar sino para abrir el flujo de la coincidencia entre fragmentos imantados, entre materiales precarios pero subversivos. El juego enciende la simpatía del Eros religador y el humor de las grandes causas perdidas.  

La obra de Cortázar se puede leer como un plan de juego. Como el proyecto de convertir el juego en la lengua franca de la naturaleza humana, revelada en la gratuidad del juego, despropósito sin propósito. El juego, evidentemente, no es una actividad subsidiaria, paralela u optativa que sigue al “tiempo real”, al del valor productivo; tampoco es parte del “tiempo libre” y, como tal, moneda corriente en la manipulación de los bienes. Más bien, es el espacio mismo de las revelaciones durables.

La creatividad, la ampliación de los poderes de invención, no se daría sin la innovación poética del juego. Este juego es un lenguaje completo, es decir,  una nominación exploratoria (como el gíglico sustitutivo, como el habla cronopia, poco socializada); pero también un ensayo de las inminencias del deseo. Sin valor de uso, esa actividad fugaz del juego (cambiante y deseante) es capaz de recusar todos los órdenes en su radicalidad gratuita, talante demiúrgico, y pasión aleatoria. Por eso, la creatividad de Cortázar es del signo más fecundo: su curiosidad recupera el brío de las cosas en su nuevo orden, el de una productividad lúdica.

Esta economía del juego se reproduce a partir de una noción paradójica, la del desvalor de los signos más creativos. Así, el terrón de azúcar que rueda bajo la mesa del restaurante, los piolines que se encuentran en el suelo, el paraguas roto al que se da ritual sepultura, configuran la serie de los objetos sin finalidad (“cosas inútiles”). Son sílabas de un discurso desanudado. Son signos sin otro significado que el residual en el espacio derivado y contrario del juego. El juego en Rayuela parte de “las cosas más insignificantes;” supone “pensar en cosas inútiles;”  recordar es un “juego que consistía en recobrar tan sólo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido;” y el incorfomista, el héroe cortazariano por excelencia, encuentra “su contento en lo nimio, en lo pueril, en un pedazo de piolín.”

Con estos signos mínimos Rayuela construye un lenguaje de inquietante poder. Los cronopios, se diría, pertenecen al nuevo “cronos”, donde se habla la lengua de los “píos,” esos pájaros fieles.

Los repetidos tablones que son un puente irrisorio no dejan de ser, primero, una cuerda del malabarismo emocional. Estos objetos carecen de lugar en el mercado, no tienen precio ni valor de uso; y sólo tienen la forma instantánea de un valor de juego. No son símbolos de otro discurso, son signos de un próximo discurso, piedra fundadora del camino. La “rayuela” misma, ese dibujo en la acera, que se juega con un guijarro y cuyos saltos entre casillas religa la tierra y el cielo, es una figura casual y momentánea, cuyo valor lo dicta la duración del juego, esto es, la temporalidad pura del espectáculo. La novela se llamó primero “Los juegos,” después “Mandala,” y por fin “Rayuela.” Aunque, en sus cartas a Francisco Porrúa, prefiera llamarla “contranovela.” De uno a otro nombre, se impone la gratuidad de un mapa del juego.

Como sabemos, Cortázar ensayó siete u ocho posibles ordenamientos de los fragmentos de Rayuela, que había escrito como una protonovela, cuya lectura lineal le resultaba episódica y poco radical. Primero pensó en una novela de hojas sueltas que se mezclaran en una caja. Pronto le resultó una fórmula previsible, de tinte vanguardista. Luego imaginó cuadernillos según los personajes, capítulos serializados, progresiones argumentales. Hasta que por fin, jugando con distintos ordenamientos, descubrió el principio de la remisión (cada capitulillo remite a otro), la práctica combinatoria (la lectura a saltos es una “rayuela” ); y, sobre todo, la “resta” de la lectura, que descuenta de la idea del Libro cada capítulo/ casilla, al modo de una figura rotante y gozosa. Leer Rayuela es uno de los grandes placeres del lenguaje.

            Pero para el equilibrio de los pasos del juego son también importantes los paisajes y personajes que encarnan el no-juego, aquellos que oponen una negatividad contraria. Me refiero a dos grandes áreas opuestas a la creatividad; primero, lo inauténtico (los artistas pomposos, las señoras prominentes, “amigas del arte” y “medio putonas”); y, después, la Gran Costumbre (la vida cotidiana cuya subjetividad ha sido ocupada por la reproducción social, por la mercancía que impone la forma del deseo). El juego es un alegato contra la sociedad como maquinaria normativa, y contra el sistema de producción capitalista capaz de convertir a la mercancía en la forma de la amnesia, como decía Adorno. Walter Benjamin adelantó que la pérdida del “aura” del poeta se debía a que el mercado  reproducía masivamente la imagen. Cortázar, en Rayuela, responde a esas homologías modernistas desde una refutación radical de los poderes disuasivos del mercado y su usurpación de la subjetividad. Pero en lugar de recaer en un tardío anticapitalismo romántico, Cortázar desarrolla la práctica de una contra-producción en los márgenes del mercado (la “contranovela”). Frente a la reproducción, asume el carácter precario de los signos inútiles para construir su rebelión de cosas, o sea, su juego rebelde; y contra el mercado, introduce el valor de la emotividad como principio de lo genuino.

Bien visto, se trata de una economía del exceso sin valor, esto es, del deseo subversivo que caracteriza a la práctica anarquista. Por eso, entre la “patafísica” (que recicla los objetos del arte como precarios) y el anarquismo (la rebelión contra la socialización burguesa), el sistema de producción de Rayuela es un modelo de crítica y poética, de pensamiento libérrimo y emotividad artística. Se alimenta, es cierto, del culto del “azar objetivo” y los “objetos hallados” que prodigó el surrealismo; pero está libre tanto del coleccionismo de Breton (después de todo un marchant de arte moderno) como del gabinete de las vanguardias. Hasta el gusto por los “piantados” revela la empatía del proyecto con el desvalor de lo irrisorio, con la rareza inquietante de una racionalidad totalizadora y, por eso, tan atractiva como ilusa. En una carta a Porrúa, Cortázar le pide añadir alguna nota que advierta al lector de Rayuela que el gran “piantado” Ceferino Píriz es real, que no ha sido inventado por el autor. Inventado, sería creíble; real, es increíble, casi inverosímil. El “piantado” es un genio al revés, el otro lado de la creatividad, su desvarío. Pero incluso la idea de la Novela que habita en Rayuela es una novela por hacerse,  planeada especulativamente por Morelli, autor muy interior.

De modo que Rayuela se debe a ese proyecto utópico de una novela capaz de jugarse la vida en su valor universal sin precio.
 
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