Rayuela y su lector
  Julio Cortázar: La literatura de la proximidad
 
Revista de la Universidad Bolivariana Volumen 1 Número 2 2001
Julio Cortázar:
La literatura de la proximidad
Sergio Witto Mättig*

“Enseñar literatura es enseñar una promesa. Pero la promesa, precisamente, difiere el
cumplimiento de lo prometido. Establece ese diferimiento como el límite de su propia
actividad” (Moreiras 1999: 103). Esto significa que lo enseñable, en este caso la literatura, no
se constituye sino con referencia a un paso y al tenor de ese no-lugar comparece algo que no es
lo que su propia escritura guarda. Se podría sindicar ese paso según el modo trascendente, no
obstante se trata de una zona de proximidad con la inmanencia. La promesa esquiva lo que
promete, “o más bien lo traslada más allá de lo que ella misma puede librar” (Foucault 1963:
15). Se decide aquí un asunto relativo a la proximidad, en Cortázar esta podría ser la
proximidad a “una trascendencia en cuyo término esté esperando el hombre” (Cortázar 1963:
230); bajo el mismo expediente se podría afirmar que mantiene una relación “sanguínea” con
el individuo (Yurkievich 1978: 18).
Sin embargo, en consideración a las tesis humanistas la proximidad desagrega las
cláusulas de la presencia toda vez que el ímpetu escritural convoca una extranjería
imperceptible: cuanto más se querría emplazar el reclamo identitario −que haya un autor y un
sentido− e invocar a falta de ley la univocidad de la experiencia o hacer del sujeto, finalmente,
la cifra definitiva del arbitrio, más deviene aquella a-sintonía que esquiva el atributo infaltable,
más dista la previsión de la cordura. A Oliveira “algo le dice que en la insensatez está la
semilla” (Cortázar 1963: 560). Si esto es así, hay en la obra una potencia que interrumpe el
sentido, un pliegue de sus márgenes capaz de producir la emergencia de un texto residual, “en
todo creador hay cierta exigencia, oculta, permanente, que lo sostiene y lo devora” (Benveniste
1966: 34).
Lo que otrora pretendía ser producción inapelable del sujeto, ahora se vuelve un trazo
argumental a la deriva. El protagonismo de los dobles (Doppelgänger) viene a reforzar la
operación de la deriva; ella aparece en las relaciones entre Traveler y Oliveira o la visión que
éste llega a tener de la Maga y Talita en Rayuela. Cortázar al igual que Stich (1978) propone
considerar el principio de autonomía en la perspectiva acuñada por la ciencia ficción. Allí la
cuestión propuesta está referida a una actualidad tecnológica que ha podido duplicar la
constitución molecular de la humanidad, por tanto, “estos dos humanos serán psicológicamente
idénticos, que cualquier propiedad psicológica instanciada por uno de los sujetos también será
instanciada por el otro” (Ibid: 590).
Es la misma operación del doble la que da lugar a la maniobra ambivalente vivida por
los personajes de Lejana (Cortázar 1951) y de Una flor amarilla (Idem 1956). Sólo la
indeterminación identitaria puede fundar esa innegable provisionalidad con que se convoca el
* Investigador y docente de la Universidad Bolivariana
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sentido común en la constitución del sujeto. Si bien “la identidad psicológica incluye a
cualquier par de organismos” (Vergara 2001: 5), esa trascendentalidad deliberante no puede
validarse a sí misma sino hasta la irrupción de lo imprevisto “la bandada de palomas, las
Madres de la Plaza de Mayo, irrumpen en cualquier momento” (Cortázar 1984: 14).
En La noche boca arriba (Idem 1956) el personaje sólo al final sabrá que no es el
sujeto del accidente quien en su delirio se sueña combatiendo en la guerra florida, será
verdaderamente, ese guerrero que sueña recorrer una ciudad imposible montado en un extraño
artefacto (Gertel 1973: 41-71; Mac Adam 1971; Castelar 1964: 3; López 1967: 5-30). La
operación vicaria, esto es, cierta posibilidad de vivir o morir en un tiempo distinto y en el lugar
del otro, se sostiene en la ruptura de las coordenadas estables del espacio y del tiempo. En
Todos los fuegos el fuego (Cortázar 1966) el circo romano y un asesinato en París se unen por
el efecto de las llamas (Allen 1967: 35-50; Andreu 1967: 153-159; Lagmanovich 1971: 87-95;
Cornejo 1968: 71-83; Carrillo 1972: 319-328). En El otro cielo (Cortázar 1966) es posible vivir
en el París de 1870 y al mismo tiempo en el Buenos Aires actual (Pizarnik 1968: 5-6). En El
ídolo de las cícladas (Cortázar 1956) un verdugo que falla el golpe mortal es testigo de su
propia transformación, pasa de ser el victimario a asumir el rol de la víctima (Amícola 1969).
La dificultad en delimitar con precisión el lugar de la subjetividad le viene a Cortázar
de la desarticulación categorial provista por la herencia cartesiana y del contacto esporádico
con el último Heidegger. Cortázar se aproxima críticamente a la duda metódica en tanto que
ésta se apoya finalmente en una certeza irrefutable: la referencia al yo pensante; mantiene una
cierta distancia, con Heidegger, en torno a la cuestión del humanismo (Heidegger 1954). Y sin
embargo, la literatura de Cortázar continúa el derrotero abierto por la modernidad tardía −Marx,
Nietzsche y Freud− en tanto que los cuestionamientos alcanzan inexorablemente al sujeto. La
conciencia deja de ser transparente al sentido, ésta deviene estructura cuyo develamiento
produce indeterminación y pérdida de la soberanía trascendental. Lo subjetivo no deja de
organizarse en torno a la posibilidad de un mundo. En esta perspectiva Rayuela concibe la
existencia como la antesala de lo definitivo, como mera proximidad; en Los Premios (Cortázar
1960) se afirma la necesidad de poseer un mecanismo que permita aprehender lo inasible de sí
mismo. En perspectiva política rebasar lo permitido equivale a una forma de resistencia frente a
lo que en Occidente ha podido condensarse como buen ciudadano. Por allí la literatura
ingresa como “denuncia imperfecta y desesperada del stablishment de las letras, a la vez espejo
y pantalla de otro stablishment que está haciendo de Adán, cibernética y minuciosamente lo que
delata su nombre apenas se lo lee al revés: nada” (Idem 1967: 26). La literatura parece
aproximarse a ese estado transicional constituído por el sujeto.
Hay también en Cortázar la pregunta por una escritura de la proximidad que roza
apenas el concepto de literatura ligado a una filosofía universal. Difiriendo el origen, esa
proximidad ensaya un paso transeúnte, un pensamiento poseído y resistente con respecto al
presente, si cabe más decididamente aún, contra dicho presente, contra “esa lenta manera de
vida / ese aceite de oficinas / y universidades / esa pasión de domingo en las tribunas / (...)un
silencio insoportable de tangos y discursos” (Idem 1971: 11). Una buena literatura es siempre
acceso a algo que se desconoce, una forma de resistencia que forcejea con el presente. No es
ella el recurso a un esoterismo fantasmal ni a unas prácticas suspendidas en el secreto. De no
ser así, toda su bondad se inscribiría, inevitablemente, en el círculo de la violencia. Por un lado
estaría lo cotidiano, lo conocido, lo probado, el imperio de la ciencia; por el otro su excedente,
aquella fascinación inasible de contactos espasmódicos, toda suerte de travestismos de la
imaginación, del arte o de la fe.
Frente a la normalidad se instalaría el espectro de su propia miseria o la urgencia de
una purga permanente. Habría que abandonar dicho círculo, éste constituye −como dirá
Foucault− un mal principio de retorno, habría que abandonar la organización esférica del todo.
Pero más que un lugar al que se abandona deviene una nueva proximidad, más que un
movimiento que auspicia el retorno de la certeza dice el riesgo de una travesía para la que no
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existe el recurso facil a los puntos cardinales, como si fuera todavía posible capturar lo exótico
y dialectizar la diferencia. Incorporado a la escritura, el texto viene a ser no sólo la
imposibilidad de una locación establecida, constituirá, la afirmación del porvenir; como que ese
mismo texto ambicionara otra consistencia y allí, quizás a modo de extraña reparación esperara
un alumbramiento suplementario en virtud de la concurrencia en todo ésto de cierto tono
mayor. Si Cortázar decide no suscribir una especificidad de lo imaginario es para reconocer en
él un régimen de consistencia. En tal régimen converge el devenir. La evaluación de esa imagen
nos introduce en una galería singular en la que aparece aquello que otrora confortabale vivía de
las rentas arrojadas por un balance a su favor, la de la confianza en la ciencia y la fe en la
razón.
Cortázar parece suscribir aquí la idea de una flexibilidad de la razón, y ésto nada tiene
que ver con un a medias, convalescencia o debilidad, más bien con un encuentro peligroso, un
robo, una segunda inocencia, puede aparecer “la indicación súbita de que, al margen de las
leyes aristotélicas de nuestra mente razonante, existen mecanismos perfectamente válidos”
(González 1978: 42). Si ésto se produce es que hay un devenir que actúa en silencio, entonces
el presente, todo presente, es sentencia epistemológica, de tribunal. El presente para Cortázar es
lo que somos, por eso querríamos abandonarlo siempre, la actualidad es lo que devenimos, lo
intempestivo nietzscheano. Lo que aquí debe poder conjurarse es el sortilegio del historicismo
como pensamiento de la transparencia y de la identidad, algo no muy distinto a una lógica
ordenadora. Muy a la inversa, lo aquí debe poder afirmarse es una “nueva imagen del
pensamiento” (Deleuze 1967: 152), “el silencio loco de un paso” (Bataille 1954: 109) , “en mi
caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable” dirá Cortázar (1977: 262).
Como si el gesto de la indiferencia se instalase siempre en ese más allá del sobresalto, como si
la Gran Costumbre forjara esa región crepuscular donde el asombro y el entusiasmo, incluso
la repulsa ante algún trazo siniestro de lo actual, parecieran perder su carácter de excepción y
formaran parte del horizonte cotidiano. En ésto Cortázar parece ubicarse a la zaga de la prosa
benjaminiana en tanto que “la construcción de la vida se halla, en estos momentos, mucho más
dominada por hechos que por convicciones” (Benjamin 1932: 15). Por alguna extraña razón
Cortázar no ha podido sustraerse a la potencia crítica, a esa justa distancia pronunciada casi
contemporáneamente por el teórico alemán. Hechos, convicciones, un dualismo paralelo que
presenta la escena consumada de lo bífido, como si a través de dos suelos diversos sólo cupiera
el interregno de la falta, como si la proximidad a aquella “superficie de absorción” (Baudrillard
1987: 18), contuviera un doble en continuo asedio, un espejo, dos entes paralelos unidos sólo
esporádicamente por el imán arbitrario e infaltable de la síntesis dialéctica.
Si fuera posible una mirada bifocal, el registro de un sonido en contrapunto, la
existencia de dos cánones aislados ¿podría concitarse frente al recurso del margen una
proximidad serial que lo subvierta y hacer del reparto un encuentro paradójico? Los hechos
son relativos a un suceso, a un acontecimiento. Las convicciones se dicen de las creencias, de
las ideas, de las opiniones; cosas que alguien cree en religión, en política, en moral; nos evocan
la acción de vencer, persuadir con razones. ¿En qué borde se instala la literatura de Cortázar?
Un primer acercamiento nos confirma una hipótesis general: a la fuerza de los hechos no ha
podido contestar la fuerza de las convicciones. Como contraparte, el registro escritural
cortazariano no se deja administrar según el modo de la exclusión, pareciera propiciar un más
allá inusitado, una dislocación de la raíz: deambular espectral, espacio de intemperie. Pero esto
involucra un asunto de estilo, una transmutación estética que no renuncia a ser también obra de
la filosofía. Irregularidad constante y rigor literario son capaces de conjurar lo anodino. Esa
alquimia verbal que intenta superar una conciencia policíaca, que busca el intersticio y el juego,
conduce a Cortázar a una proximidad con lo singular.
Bien se podría suscribir un compromiso tal con la escritura que se derivase de aquí un
privilegio aparente o fácil, el de una producción cada vez más mediada por el acoso de lo
público, cada vez más funcional y más poblada de impresiones conocidas. El socialismo en
Cortázar cabe en ese territorio público conocido, pero se reserva su proximidad con la utopía;
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el socialismo entonces como “fénix permanente” (Cortázar 1984: 17). Tiene razón Derrida
cuando, tras conferirle el estatuto de condición al archivo, reconoce en él la renuncia a
ofrecerse como producción de una anámnesis intuitiva en orden a animar, desde lo más
inocente y lo más neutro, el origen de un acontecimiento (Derrida 1995).
Pero no basta que acontezca el singular si el deseo se desliza en una sola dirección. La
dirección única es la señalética etnocéntrica de la lengua, monolingüismo que incorpora la
trascendencia en el perímetro local. La proximidad no administra el sentido, querría
problematizar escrituralmente el compromiso con el estilo regional cuando éste descansa en la
presencia. América entra a formar parte de esa zona indemostrable. No es la rebelión de la
periferia la que abrigará la espera ni serán alianzas futuras las que lograrán la síntesis . Si en la
década del treinta Victoria Ocampo funda Sur bajo la premisa de una identidad local refrendada
por las vanguardias, si en esta línea puede afirmar que “nada nos pone más seguramente en el
rastro de nuestra verdad como la presencia, el interés y la curiosidad, las reacciones de nuestros
amigos de Europa” (Ocampo 1931: 7), la proximidad alude más bien a un espacio cuya
superficie apenas se deja ver en la irregularidad de la sintaxis, de cara a la propia lengua es
alteración y desmesura.
“Toda Rayuela fue hecha a través del lenguaje” (González 1978: 29), ella hace de la
literatura el horizonte inespecífico de la alteridad, sólo a partir de allí puede desglozarse un
elenco de localizaciones puntuales en donde el “espacio de la transgresión” propuesto por
Greimas puede adquirir consistencia pero a condición de contactos esporádicos (Greimas 1960:
167). Oliveira parece obligado a traspasar su borde interno, a merodear por el lugar de la casilla
vacía impulsado por una especie de idea intraducible, por un movimiento que hace próxima su
propia vida a la esfera del lenguaje. O la subjetividad de Oliveira ha podido alcanzar aquel
punto crepuscular en virtud de los requerimientos de una idea empeñada en capitalizar sobre sí
la enunciación de sus efectos, o bien a causa del incansable juego de las apariencias, esa
extraña combinatoria propiciada por el Club de la Serpiente que venía a subsumir todo linaje en
una gestualidad más visible, en un descuido más elemental e inconsciente. A Oliveira lo
precede un habla que separa, sin mucha habilidad quizás, la economía interna de sí mismo y
aquello que vendrá −según ese mismo precedente− a formar parte de él pero sólo a-posteriori,
esta vez como emplazamiento de una multiciplidad de simulacros: individualidad, imagen
pública, auto-conciencia, etc. Tras ese circuito representacional de la forma abstracta,
comparece la sustancia y la asignación de una identidad flotante, comparece a última hora, el
ser y los entes, y ahí, en el descenso del capítulo 36, se volverá a conjugar la idea. En dicho
comparendo late la presencia de una línea divisoria cuya metodología separa del original lo que
no vendría a ser más que su falsificación póstuma.
Lo que después de Nietzsche debía operar como inversión del platonismo (Deleuze
1969: 255-267), esa disposición para “desplazarse insidiosamente por él, bajar un peldaño,
llegar hasta ese pequeño gesto −discreto, pero moral− que excluye el simulacro” (Foucault
1970: 11), ese abrirle paso a un plan maestro que guardándose de la pretensión trascendental se
aproxime a la inmanencia, redunda en la posibilidad de inscribir en tal inversión, ahora, una
hipótesis plausible. Se tendría que poder pensar a un tiempo idea y simulacro, con mayor
exactitud: el descenso de Oliveira involucra sólo una cierta filiación con la idea, de ahí que no
sea tributario de una sobredeterminación filosófica, como si aquella pudiera configurarse sólo
en la concordancia plena a un eidos primordial. Que el descenso haya sido recurrente en la
historia de la literatura, que se haya expresado preferentemente bajo el imperativo de una
experiencia transversal no desdice su carácter inmanente. Dicho carácter sustenta un espacio
filosófico que ya no demanda de la trascendencia la infinitud necesaria para seguir pensando. A
ese espacio le corresponde una voluntad de olvido.
Desde un principio al mito le convino la memoria, debió por ello inscribirla
colectivamente marcando los cuerpos e inocular en su interior, sublimando el rito de la sangre,
la presencia de una deuda infinita. En virtud de esta letanía de la sobrevivencia ¿por qué volver
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al mito como una tierra natal a la que se evoca en la nostalgia, a ese código simbólico −que en
palabras de Vernant− supondría el despotismo? Si por el contrario, la contraseña no cesa de
reinventar la posibilidad de un nuevo acceso, de una intervención radical, no sólo bajo el signo
del rechazo sino en la dirección de una crítica específica. Sólo es posible convocar el mito con
el estilo del rizoma, justo por donde ya no es posible ninguna reinserción, ni a nuestra
modernidad ni a nuestra nostalgia. No existe lugar para el mito. Todo Edipo no es sino la
historia de una ambigüedad fantasmal de lo privado. Denegación que conserva la creencia sin
creer en ella. Defensa de la tradición. Trampa soñada puesta en el movimiento de una escena
íntima a ultranza y que no logra zafarse del pasado.
Si el deslizamiento de Oliveira actualiza la tradición mítica de los descensos redentores,
de Ulises y Eneas, de Cristo y El Dante; si por la misma razón ellos parecen conferirle estatuto
de sentido a la opinión según la cual, en situaciones límites el hombre imita la práctica
ancestral de sus dioses tutelares, en cualquier caso, todo ello se conecta al dilema de una
comunidad actual emplazada por el singular. El mito “legitima un hecho natural o histórico
remitiéndolo a su pasado divino. En este sentido, el mito está fundamentado. Pero las
fundamentaciones presuponen una cierta distancia respecto a lo que se trata de fundamentar. La
cosa de la que se cuenta que tiene su origen en otra cosa ya ha sido liberada de su participación
inmediata en esa otra cosa” (Franck 1994: 111). Es en su relación con la trascendencia que el
descenso deviene síntesis inmemorial, su mayor mérito consiste en el montaje simultáneo de
una multiplicidad de nombres que confluyen como interiorizados por la historia de la
dominación. Toda inscripción ha tenido que enfrentarse, tarde o temprano, a su propia pérdida,
a su propio fantasma, la marca original ha debido quedar protegida bajo el amparo tutelar de la
memoria. La divisa tiende a conjugar en una sola la escena del poder, como dirá Walzer en
sintonía con Foucault, “ningún antiguo régimen es simplemente opresor; también es
atractivo(...)” (Walzer 1985: 53).
El Capítulo 36 de Rayuela viene precedido por la desafección del poder, y en
consecuencia, por el desmontaje de la unidad del significado, se escurre en él la alternativa de
un proceso heterogéneo y de una práctica de “estructuración y de desestructuración” del sentido
(Kristeva 1974: 15). Si la metafísica de la presencia había hecho del sujeto el lugar de la
certeza, lo que resta ahora puede testimoniar que “hay algo que quiere ceder en alguna parte”
(Cortázar 1967: 99). Todo el testimonio apuesta por contradecir la razón del mundo, la
expresión literaria de Cortázar de a fines de los sesenta parece aproximarse paulatinamente al
mundo del otro (Jitrik 1974: 337-368; Basso 1970: 51-60; Cifo 1980: 573-594).
Hasta el capítulo 36 Horacio y la Maga habían formado “parte de una confusa serie de
ejercicios a contrapelo que había que hacer, aprobar, ir dejando atrás” (Cortázar 1963: 207). La
nocturnidad ahora viene a distribuir la actividad onírica, el reverso de la vigilia y las alegorías
de la iluminación. Oliveira desciende a las riberas del Sena y se instala bajo uno de sus puentes.
¿Cuál ha podido ser la idea cuya encarnación requirió el descenso? ¿O no ha habido hasta ese
momento más que una larga historia de sutiles simulacros escindida de una plenitud de sentido
y cuya creciente saturación haría irrelevante pensar allí lo que acontece? La imagen del puente
que ya había aparecido en Lejana (Idem 1951) compone esa especie de liturgia metafísica que
expresa la voluntad de experimentar lo contradictorio y lo prohibido justo antes de un nuevo
comienzo. Las cajas de los vendedores de libros usados que se apilan allende el río, podrían
avalar la idea de muerte simbólica, a Oliveira “le parecían siempre fúnebres de noche, hilera de
ataúdes de emergencia” (Ibid 1963: 243). Bajo esos efectos de superficie pervive la antigua
divisa platónica que retorna una vez más para organizar el caos partiendo del principio
trascendente de la idea. Oliveira traba contacto, a través de Emmanuele, con el submundo de
los clochards, allí, el gasto le impone al intercambio la lógica de su propia economía (Bataille
1957); el límite ético, su razón adyacente, los desplazamientos usuales de la normalidad
burguesa quedan suspendidos tras la cercanía del caos, de aquella frontera indecidible, rara
mezcla de práctica subversiva y conciencia vilgilante, “la actividad transgresora no es la
ausencia o la ignorancia del tabú, antes al contrario, sólo puede existir actividad transgresora
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cuando existe conciencia del tabú” dirá M. Safir siguiendo a Bataille (Safir 1981: 223). Todo
ello es la promesa prevista no ya por la soberanía del sujeto sino justamentente por su vocación
espectral, por lo que está más allá de la “deseducación de los sentidos” (Cortázar 1963: 246).
Pero Oliveira experimenta el indicio de una lucidez todavía mayor, “veía las placas de
mugre en la frente, los gruesos labios manchados de tinto, la vincha triunfal de diosa siria
pisoteada por algún ejército enemigo” (Ibid. 1963: 246). El tono irredento del extravío cuyo
símil parece responder a la acumulación de una cantidad fija de dolor, desemboca a tientas en
lo más sublime. La movilidad sin cálculo, el cruel emplazamiento que hace de la literatura
también la diferencia han podido mostrar lo menos evidente a un tiempo que la celebración y la
pérdida. La escritura emerge tras la ruina, el arrebato airado del querer humano borra cualquier
rastro del don. Y sin embargo el acontecimiento moviliza la paradoja, el recorrido del exceso
recorre a un tiempo varias direcciones. La muerte no es pura prohibición, ella viene precedida
por la economía del gasto, la sangre y la violencia hacen del tabú la posibilidad del desenfreno.
La superficie de inscripción del erotismo y la violencia es el cuerpo de la diosa, se trata por
tanto de la ruptura del orden sagrado.
En paralelo a la visión de la soldadesca, Oliveira recuerda el poema de González
Martínez, Tuércele el cuello al cisne. El contenido del poema viene a confirmar la alteración
del cauce divino. La violencia que soporta el cisne produce por lo menos una doble resonancia;
por un lado, si el cisne pudo representar tanto a Júpiter como a la diosa del modernismo, el
gesto se ubicaría como repulsa a la filiación sagrada en términos todavía muy generales; por el
otro, si hay en el comercio erótico una inmanencia inadministrable, el cisne podría tomar su
significado libidinal de la mitología clásica con el rapto de Leda y su evocación fálica de la
hermenéutica freudiana. Y no obstante, si “entre la palabra vivida del mito y la tradición escrita
hay una distancia infranqueable” (Detienne 1981: 154), se difiere irremisiblemente la
posibilidad de esa hermenéutica. Se abren dos posibilidades, o sustraerle al mito su seriedad y
su pesadez autoreferencial (Derrida 1972) o interrumpirlo definitivamente con la mejor de las
militancias (Nancy 1986).
Oliveira experimenta lo insoportable tras el martilleo incesante sobre aquello que
reinstala una y otra vez el canon tradicional de la decencia. Pero al estilo múltiple del exceso no
le sale al paso la sobriedad de las formas clásicas. La desmesura corre a cuenta de una voluntad
dispuesta a disputarle al conservadurismo occidental su secuencia genealógica, ¿Qué forma
adopta la literatura tras la experiencia del límite? Es posible que la literatura inscriba sobre sí
unas relaciones causales cuya distancia con respecto a sus encarnaciones singulares fundaría
una manera de ser nueva e inclasificable del presente. Si buena parte de la sensibilidad de
Oliveira se ve afectada por su propia interrupción, existe razón suficiente para ver allí un
atributo lógico que esquiva una historia urgida por la reconciliación de los opuestos, “la gente
agarraba el caleidoscopio por el mal lado” (Cortázar 1963: 253) se dirá.
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